AUNQUE SIGA al frente del Pentágono y sea el autor de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional para los próximos cuatro años, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, es un cadáver político. Y aún más: es un cadáver político que hiede. Su política militar en Irak logró desplazar a la del secretario de Estado Colin Powell, que tanto éxito cosechó en la liberación de Kuwait en 1991 y que, en la actual invasión, consideraba necesaria la presencia de unos 350.000 soldados para asegurar el control del país y su transición a una democracia, después de una invasión lenta y ordenada. Rumsfeld se apresuró a sustituir la doctrina Powell por la rancia filosofía militar -engañosamente moderna- de que la alta tecnología podía suplir la presencia de cientos de miles de soldados americanos en suelo iraquí. Las consecuencias están a la vista. Y también están a la vista del presidente Bush, que apostó por Rumsfeld y que ahora lee estupefacto los resultados en las encuestas: sólo el 32% de los estadounidenses creen que tiene un plan coherente y fiable para Irak. El resto -es decir, la inmensa mayoría- consideran que el proceso ha degenerado en un despropósito y se inclinan por una pronta retirada, porque todo se gestionó mal desde el principio. Es verdad que la nueva Estrategia de Seguridad Nacional diseñada por Donald Rumsfeld tiene futuro, entre otras cosas porque incorpora las lecciones de Irak y excluye toda nueva invasión de un país grande o mediano. Pero Rumsfeld no tiene porvenir. Porque es el responsable de la situación de caos y preguerra civil en Irak. Ni la retirada ni la continuación solucionan ya el problema. El error estuvo en el principio. Nunca se debió invadir Irak y, de hacerlo, nunca se debió efectuar con sólo 150.000 soldados. Colin Powell, el general Eric Shinseki (ex jefe del Estado Mayor del Ejército) y ahora el general Eaton lo han dicho con claridad (aunque no de un modo directo y explícito): Rumsfeld debe dimitir por su «ineptitud táctica». Su presencia al frente del Pentágono sólo agranda y prolonga el problema. Ha llegado la hora de salir del pantano. Es difícil, pero con él es imposible. Y quizá también con su protector, George Bush.