HASTA hace bien poco tiempo coexistían, con notables dificultades de entendimiento, dos Españas ideológicamente enfrentadas, tal como conceptualizó en su día de forma melancólica Antonio Machado: «Españolito que vienes/ al mundo te guarde Dios,/ una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón». Sin embargo, y por fortuna, los cambios de referencias y de contextos, las nuevas realidades y también la Constitución pusieron fin a la afrentosa división. Hoy son cuantitativamente pocos los españolitos de izquierdas o de derechas y, en cualquier caso, cada día menos sectarios; hoy los españolitos están en general poco ideologizados y convivimos unos con otros peleándonos por el fútbol o por cosas banales más que por enjundiosas ideologías, y éstas se expresan de forma mayoritaria con educación y sin odios. A pesar de ello, hay en la actualidad dos Españas que se expresan en coordenadas opuestas. La España que funciona, que progresa, y, al tiempo, una España de catacumbas y trileros. Esta última es la que la pasada semana se nos ha instalado en la atmósfera con un presencia desalentadora. Es el caso de Marbella, de la que no cesan noticias, como la de que el hasta ahora principal imputado era un extorsionador que tacita a tacita se había convertido en una de las personas más ricas de nuestro país, prólogo de futuros casos de corrupción urbanística en tantas corporaciones locales, sin que nadie se enterase. Es el caso de los prohombres de Afinsa y Fórum Filatélico, que arrasaron compulsivamente con los ahorros familiares, todo de forma bondadosa y con exuberante exhibición mecénica virtuosa. Y que aún hoy siguen pretendiendo salvaguardar su buen nombre para escarnio de los damnificados. Es el caso de los independentistas catalanes, que, en abundante ejercicio esquizofrénico, pretendían gobernar y discrepar al tiempo del Gobierno al que pertenecían. Es la noticia de la España que se desayuna con la irrupción de mafias criminales explotadoras de mujeres, obviando la proliferación continuada, a ciencia y paciencia, de las luces rojas de los bares de alterne. Es también la violencia doméstica, ancestral, en clave dramática. Frente a todo ello, y en flagrante contradicción, discurre, repudiándolo, una España en la que de forma mayoritaria se han instalado la tolerancia y la solidaridad, que ha mejorado sus prestaciones sociales y la gestión pública, que vive y aspira a vivir en paz. Pero las contradicciones no se resuelven solas. La corrupción es una enfermedad contagiosa y de alto riesgo si no se trata de forma contundente. Los rufianes y trileros están siempre al acecho de su oportunidad y no podemos pensar ingenuamente que van a dejar de serlo por un proceso natural; más bien al contrario, en su discurrir, si algo no lo impide, contagiarán a no poca gente. Es, en consecuencia, imprescindible estar atento. Las armas son vigilancia (control), investigación y nuevos instrumentos jurídicos, y sobre todo actitud, no esperar a que salte el espectáculo y mientras tanto mirar para otro lado.