SEGURAMENTE lo primero que hizo el homo erectus al enderezar sus vértebras fue sentarse a descansar, al igual que debió hacer Dios después del acto creativo del big bang. Desde entonces, el asiento es el lugar de reposo de nuestras posaderas y donde se tienen menos miramientos sociales. A diferencia de los romanos que comían, filosofaban y dormitaban tumbados en el triclinio, preferimos la forma sedente para reunirnos en torno a la mesa del ágape propicio al acuerdo; quizá en el hemiciclo político se discute tan fuerte porque, al no estar los escaños frente a frente y mantel por medio, no pueden mirarse las caras. Hay asientos infames, como la silla eléctrica o el zafio garrote, y asientos de sufrimiento, como el sillón desde el que el tetrapléjico reclama respeto por su derecho a disponer de su existencia. Sin parangón, evidentemente, la poltrona del poder: si notas que te la mueven, vas aviado. Descendiendo a la simple incomodidad, esos bancos de iglesia corridos, donde se apiñaban las beatas, eran cilicios para espolear la vigilia; y qué decir de los sitiales pétreos atribuidos al maestro Mateo, bellos pero seguramente insufribles, como quizá la silla gestatoria que nos impresionaba cuando llevaba a Juan XXIII, con su aspecto de cura rural y su rostro bondadoso. El arte nos ofrece ejemplos memorables. En pintura, el emblema es la silla de la habitación de Van Gogh en Arlés, pequeña como la que sirve de apoyo al infante Felipe de Velázquez y antítesis del solio de Inocencio X. En literatura, a la cómoda tumbona de Thomas Mann se oponen la silla de Rocinante y el sitial peligroso de la Tabla Redonda. Shakespeare da nombre a una butaca de teatro. Ya que estamos en ello, la silla también juega un papel en escena y se mueve nerviosa de un lado a otro cuando no se sabe qué hacer con el texto. Las duras bancadas de Bayreuth, sobre las que los incondicionales soportaban la monumental tetralogía de Wagner en sesión continua, son lo más parecido al gallinero de los viejos cines. La silla es un instrumento auxiliar del músico. Grigory Sokolov, quizá el mejor sonido pianístico del momento, que la semana pasada nos regaló dos horas y media inolvidables en el Teatro Rosalía de A Coruña, cubre por completo el taburete con los faldones del frac, y su amplia espalda arqueada se hace una y se funde con la forma de ameba del instrumento. La silla, que tanto ha evolucionado, conserva sin embargo su configuración básica: no menos de tres patas, asiento y respaldo. Su altura ha ido creciendo a la medida del percentil humano, y ella ha servido como ejercicio creativo a los arquitectos en todos los tiempos: la magnífica silla de Schinkel, y luego las de Mackintosh, Loos, Wright, Breuer, Mies, Le Corbusier, Prouvé, Aalto, Terragni, Saarinen, Jacobsen, Gehry, Arad... Pero las sillas de autor darían para otro artículo.