La causa incendiaria

| MANUEL FERNÁNDEZ BLANCO |

OPINIÓN

17 ago 2006 . Actualizado a las 07:00 h.

PARA EXPLICAR la proliferación de incendios que han asolado Galicia durante los últimos días se enumeran las causas. Las causas proliferan. Es decir, no hay causa. La multiplicación evoca la ausencia. Cuando hay muchas causas no hay ninguna. No hay trama incendiaria, hay contagio. El fuego que arrasó los montes de Galicia es hijo de la protesta criminal, de la protesta sin causa. Es pariente de los incendios de coches y centros cívicos en las banlieues de París. Es hijo de la espontaneidad, del individualismo resentido y de la venganza. Se quema el espacio público porque muchos no creen en el bien público en la época del individualismo a ultranza. En el momento de mayor auge de los ideales ecológicos y conservacionistas, se incrementa sin embargo el impulso destructivo. Vivimos un momento en las sociedades occidentales en el que, para muchos, provocar daño no necesita más excusa que la de satisfacer el impulso. Por eso el vandalismo llega al monte, que arde mejor que las papeleras y los contenedores urbanos. Es el incendio global, la quema generalizada. Por eso es difícil encontrar una constante entre los acusados de quemar intencionadamente el monte si excluimos el porcentaje atribuible a la piromanía derivada de la enfermedad mental y a los inquietantes episodios, aunque afortunadamente escasos, de los bomberos incendiarios. En los demás casos, es imposible situar un objetivo común, una causa central. Asistimos a la pluralización y a la dispersión de los motivos, siempre atribuidos desde el exterior, porque el acto del pirómano es silencioso. El enemigo, de todas las edades y de diferentes condiciones sociales, es ilocalizable. No hay denominador común, porque el acto incendiario no responde a una lógica colectiva, de grupo. El acto incendiario es el triunfo del impulso sobre la razón. Es el fracaso de la sublimación cuando el mismo que apaga el fuego lo provoca. No hay una explicación única y completa para este fenómeno que, siendo de siempre, adquiere matices que lo hacen nuevo. Ante la ausencia de explicación, lo más fácil puede ser recurrir a la teoría conspirativa. La trama conspirativa tranquiliza nuestra razón porque queremos que la maldad esté localizada, que tenga justificación, que responda a intereses. Eso nos permite dormir el sueño de los justos al liberarnos de la angustiosa incertidumbre de que el mal, aunque sea contagioso, no tiene dueño.