EL DOMINGO pasado murió en Guatemala Manolo Maquieira, jesuita, misionero del siglo XXI, abanderado de las mejores virtudes humanas, militante silencioso de la dignidad. Manolo Maquieira era ya un reciente sesentón, de salud quebradiza, con cara aniñada, que dedicó su vida a procurar el derecho, los derechos, de los demás. Era uno más de los no pocos misioneros y misioneras del siglo actual que evangelizan con su ejemplo, con su dedicación y su abnegación, sin proclamas. Los nuevos dioses, que en nuestra tan lineal sociedad en que vivimos se salen del raíl y con enorme convicción, con discreción, sin querer convencer, iluminan poniéndose al servicio de la necesidad. De joven, Maquieira había sido designado príncipe de su colegio de jesuitas de Vigo, distinción con la que se etiquetaba al más sobresaliente de los alumnos que terminaban el bachillerato y de los que se esperaban los mejores logros. Y en este caso los directivos colegiales designaron con acierto, pues Manolo fue un ángel, un príncipe, para todas aquellas comunidades en las que trabajó a lo largo de su vida (Honduras, El Salvador, Guatemala). ¿Qué mueve a estos personajes, a tantos Manolos, a dedicar su vida al voluntariado en instituciones religiosas o laicas? ¿Es legal o moralmente exigible a los Estados desarrollados preocuparse del subdesarrollo? ¿Es mérito de uno el haber nacido en el norte desarrollado y no en Haití o en Ruanda? ¿Estamos dispuestos a que parte de nuestros impuestos se dediquen a ayudar al tercer mundo? ¿Nos es posible dirigir al mismo tiempo una mirada esquizofrénica hacia el desarrollo tecnológico y hacia la muerte por hambre? Las respuestas están en cada uno y en todos, porque entre todos tendremos que convencer a nuestros Estados de que los Manolo Maquieira son insustituibles, pero no llegan; que el desiderátum moral de si hay que ayudar, por variados motivos, no tiene más que una respuesta. Debemos intentar, sin nuevas formas de colonialismo, pero con una cierta dosis de utopía, que en nuestros presupuestos, o en su desarrollo, aparezcan proyectos concretos como la implantación de una red sanitaria -¿en Guatemala?-, de creación de una estructura administrativa, de un sistema educativo, de becar en nuestro país a un número significativo de estudiantes... Porque, lo queramos o no, no somos una isla, ni podemos extender un cordón sanitario que nos libere de la desgracia ajena. Su miseria es nuestra miseria. Su fracaso es nuestro fracaso. Manolo Maquieira y tantos otros han hecho y hacen su trabajo, sin pedir nada a cambio. Ahora nos toca a los demás, al Estado, a los Estados ricos, afirmar con hechos que ha quedado su semilla y que, además, germinará.