«NO LA toques ya más, que así es la rosa». De la costa, de la nuestra, hubiera podido decirse lo que Juan Ramón Jiménez de la rosa, de no haber sido porque vino el hombre y poco a poco la arrasó: «¿No la toquéis ya más, que así es la costa?». El poeta se refería a la perfección suma de unos versos en los que nada sobraba ni faltaba. Nosotros tendremos ya que conformarnos, sin embargo, con lo que queda de una costa machacada después de que decenios de incuria hayan convertido una franja de tierra de una belleza extraordinaria en lo que es hoy: el lugar de asentamiento asilvestrado de miles de personas que han hecho en ella, literalmente, lo que les ha venido en gana. No está escrito en parte alguna, desde luego, que las construcciones en la zona litoral tengan que ser la mezcla de estética cutre y falta de respeto por el medio que han acabado por caracterizar a la inmensa mayoría de las edificaciones que han arrasado la costa gallega en la segunda mitad del siglo XX. La bellísima arquitectura de la costa de Nueva Inglaterra, en Norteamérica, lo testimonia así con toda claridad. Como lo prueba también la arquitectura popular que se había venido construyendo en Galicia hasta el desarrollismo de los últimos setenta: basta con mirar una colina desde el mar para comprobar el brutal contraste entre la invisible edificación tradicional y esos horribles manchurrones, que, como una lepra social, se han ido comiendo una parte del paisaje que muchas generaciones habían sabido conservar. La pérdida resulta ya en gran parte irreparable, pues las casas son un bien casi indestructible. Aunque las casas no merezcan ese nombre, aunque revienten el entorno y lo aniquilen, las casas, salvo excepción que confirma la regla plenamente, se quedan cuando llegan para no marcharse nunca más. Por eso hará bien el Parlamento de Galicia si en uso de su potestad legislativa decide que nadie pueda pasarse de la raya. Es discutible, por supuesto, dónde debe estar la raya, pero no lo es que o se pone coto a una autonomía municipal de efectos finales desastrosos en el ámbito urbanístico o cuando queramos acordarnos ya no quedará nada que parar. Sólo hay que esperar que lo que se decida finalmente se haga con un grado de acuerdo capaz de asegurar que las reglas con las que se juega la partida no cambiarán de la noche a la mañana. Pues en este partida habrá muchos ganadores, pero también algunos perdedores a los que no hay que perjudicar más de lo estrictamente necesario para mantener el bien común. O, como proclama la Constitución, el interés general, al que está subordinada toda la riqueza del país.