EN UN mundo idílico, los controles no tendrían sentido: serían superfluos; cada uno cumpliría con sus obligaciones sin que nadie se lo tuviera que recordar. En ese mundo, la vida se parecería a esa imagen que teníamos del limbo, sueño de los justos o seno de Abraham (ahora parece que ha desaparecido y como limbo jurídico solo queda Guantánamo). Todos respetaríamos las normas entre placenteros paseos guiados por solícitos ángeles tocando la cítara o el arpa. Nadie sería malo o egoísta, al contrario, todo sería generosidad. Pero el caso es que las cosas no son así. Hobbes ya nos dijo que el hombre es el lobo para el hombre, y Montesquieu formuló la teoría de la separación de poderes que fundamentalmente establecía un sistema de controles sobre los diversos detentadores del poder. Ni uno ni otro se fiaban, por experiencia, de la bondad humana. Tampoco se fían, y con razón, los responsables del tráfico de nuestro país. Han tardado en llegar las medidas fuertes mientras crecía el número de víctimas por accidente de tráfico, pero ya se ha confirmado que la amenaza de perder el carné por retirada de puntos es un importante acicate para conducir con más moderación y reducir muertos y heridos. De la misma forma que la política de instalación de más radares no cabe duda que será eficaz para lograr la moderación de los conductores que hasta ahora transgreden las limitaciones de velocidad. Velocidad que, según han señalado, es la culpable de nada menos que mil muertos al año. Pero lo que resulta más curioso de la política de la Dirección General de Tráfico es que se hayan establecido 175 puntos de control de velocidad, pero que en realidad sólo se instalen 68 nuevos radares que rotarán aleatoriamente por los puntos de control, pero sin que los conductores sepan cuando pasan por un control, si realmente había dentro radar o no, o si estaba activo o inactivo en ese momento. Recuerda mucho la nueva política a aquel diseño de construcciones carcelarias que ideó el filósofo inglés Jeremy Bentham conocido como panóptico, y que consistía en la instalación de un habitáculo central desde el que salían diferentes galerías en forma de aspas y que podían ser vistas todas ellas desde el habitáculo central por un solo ojo, sin que los vigilados pudieran ver al vigilante. Lo importante, como en el tráfico, era la posibilidad de estar siendo vigilado, y así la necesidad de adecuar su conducta a lo permitido. Así ocurrirá sin duda con el tráfico; señuelos de control nos permitirán la mejora y la reducción del número de muertos. Todo por el miedo, no al accidente, sino a ser vistos o multados. Bendita represión.