AL COMPÁS del desarrollo del tráfico en Galicia, como de modo inexorable, se inicia la cuenta de caminantes muertos por atropello. Año tras año, en esta tipología de accidentes las provincias gallegas marcarán en España las cifras más elevadas en números relativos y reiteradamente dos de ellas -las atlánticas-, en números absolutos. En los días que corren, aunque los registros finales en la relación de peatones muertos por año sean menores, la hegemonía gallega aún es indiscutible. En estos meses últimos, advierten los medios de comunicación una especie de recidiva -son, a la postre, asuntos de salud pública- en este orden de accidentes. No es fácil ahondar en el asunto, en mayor grado si se advierten las radicales diferencias causales de los atropellos según se produzcan en áreas urbanas o interurbanas. A partir de 1960 comienza el asentamiento del automóvil en Galicia, cuando el 70% de la población tenía carácter rural. Es en este medio donde la noche se hace la aliada del atropello, favorecido por las características de nuestro hábitat. Es la tierra de la dispersión de núcleos habitados, de las gentes vestidas con ropas negras, con predominio de mayores por causa de la emigración endémica, con formas de vida sosegada, bajo otoños e inviernos largos de lluvia casi constante. Si añadimos que el 72,4% de la red gallega de carreteras tiene menos de cinco metros de ancho, con carencia de arcenes y de luces, se entenderá que de los primeros atropellos se haya pasado a una implacable sangría de vidas de caminantes. Será al cabo de dos decenios, al borde de los años noventa, cuando el punto álgido del problema vaya hacia cotas más bajas. Cambian de volumen y entidad algunos factores, nacen otros, y será distinta la fisonomía de buena parte de los atropellos. En los núcleos urbanos grandes, y no tan grandes, como en las carreteras, junto a la masificación de uso del automóvil, es notoria la indisciplina de tantos usuarios, favorecida por la escasa presencia de agentes, que parecen fiar la seguridad vial a los medios tecnológicos, con inclusión de la profusión semafórica. Y no puede negarse el derribo de unas cuantas barreras éticas que han hecho perder fuerza a la fuerza de la ley.