Tamara

CÉSAR CASAL GONZÁLEZ

OPINIÓN

28 abr 2007 . Actualizado a las 07:00 h.

DE la tiza traviesa de Keith Haring a la pintura diamantina, angulosa, de Tamara de Lempicka. Dos exposiciones que llegan de la mano de la Fundación Caixa Galicia. Los dos artistas disfrutaron del sexo con libertad. Ambos eran de los que nos les asustaba vivir de pie. Tamara de Lempicka es una leyenda, con tantos ángulos como sus cuadros. Su biografía es la de las mil y una noches. Capítulos y capítulos en los que se entremezclan verdad y exageración. Qué más da si se acostó con el cónsul sueco para liberar a su marido de los comunistas en Moscú y vomitó luego en una alcantarilla. Qué más da si se volvió a casar con un coleccionista de su arte para renacer en Estados Unidos. Qué más da si tuvo un frustrado encuentro con D'Annunzio, el decadente artista que dormía en un féretro y de quien conservó una sortija. Qué más da si su hija echó sus cenizas sobre el volcán Popocatépetl en la primavera del 80 desde un helicóptero para cumplir su último capricho. La potencia de su obra debe silenciar su vida. Tamara de Lempicka es una mujer cumbre. Es capaz de tallar sus cuadros, de casi maridar pintura y escultura. Hace que lo plano parezca esquinado. Ahí están Adán y Eva o La mujer que conduce un Bugatti verde para probar que estamos ante la artista que hizo que el hielo quemase. Sus pinturas parecen frías, pero arden en los ojos de quien las mira. Tamara demuestra que el corazón es un iceberg del que mana sangre y que se derrite con las pasiones. En la exposición de Vigo está la pintora, la dibujante y la mujer. La califican en el catálogo de manierista moderna, es la artista por excelencia del art déco. Prefería a Dior, pero vestía a veces pantalones masculinos de franela de Chanel, con jersey de lana. Logró que los cuadros fuesen como diamantes que cortan los espejos del alma. cesar.casal@lavoz.es