En 1928-1929 escribió Ortega y Gasset un opúsculo muy breve -Mirabeau o el político- en el que el filósofo español se servía de una de las grandes figuras de la Revolución Francesa para profundizar en los caracteres definidores del arquetipo del hombre moderno dedicado en cuerpo y alma a la política.
Aunque el paradigma del gran político que, en apenas 20 páginas, Ortega va trazando con mano maestra a partir de un retrato de Mirabeau casi impresionista tiene poco que ver, en realidad, con aquel en el que cualquiera de los que lo conocieron de cerca encajarían probablemente a Manuel Fraga, hay algo en lo que, salvadas todas las distancias de tiempo y circunstancias, la figura del expresidente de la Xunta se ajusta a la imagen arquetípica orteguiana: en la visión de la política concebida como objetivo primordial y esencial sentido de la vida de quien a ella se dedica. Es decir, en la política afrontada como pasión por la acción pública, más allá de las ideas en las que se sostiene la que en cada momento se practica. Ortega lo expresa con una frase que no me resisto a transcribir: «Hay que decidirse por una de estas dos tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política o se viene para hacer definiciones».
Visto con la perspectiva que da el tiempo, el anciano político gallego que ayer falleció en su casa de Madrid vino al mundo mucho más para hacer política que para hacer definiciones y por eso pudo, quizá sin conciencia plena de su flagrante contradicción ideológica y vital, servir la mitad de su vida a unas ideas y la otra a las contrarias. Y es que el Manuel Fraga que embutió en la democracia a la derecha que estaba entonces entre Blas Piñar y la UCD, que ayudó a redactar la Constitución, que fundó el partido que hoy gobierna y que fue, tras cuatro mayorías absolutas, presidente de la Xunta de Galicia, era el de la camisa azul y la sahariana blanca que hemos visto en tantas fotos, el que entre 1962 y 1969 ejerció de ministro de una férrea dictadura y el que gritaba en la transición «la calle es mía», cuando los políticos más serenos del franquismo y de la oposición trataban de que fuera la de todos.
Aunque a la historia le corresponderá, sin duda, la última palabra, creo que, de entre los personajes que Fraga interpretó a lo largo de una vida dedicada íntegramente a la política, el que tendrá más perdurabilidad no será el del ministro franquista -ni aun el del baño en Palomares o el de la tímida apertura de aquella ley de prensa de la que a él le gustaba tanto presumir-, ni el político de la transición que se hizo cargo del Ministerio de la Gobernación («A algunos siempre nos toca Gobernación», diría después), ni el dirigente de AP que denunciando el precio de lechugas y lentejas quiso construir una mayoría natural que puede que fuera natural pero con Fraga nunca hubiera sido mayoría. Una vez que lo asumió, no sin dolor, Fraga regresó a su tierra y aquí fraguó la más presentable de sus trayectorias: la de presidente de la Xunta al que habría de caber la responsabilidad de consolidar la autonomía. Fueron años de una actividad desbordante que Fraga siguió a un ritmo frenético hasta que lo abandonó su inagotable fuerza física.
Entre 1951 y el 2011 Fraga no paró. Descanse en paz.