C onfirmado. Lo que hemos visto y escuchado en los últimos días durante el juicio a Francisco Camps y Ricardo Costa no fueron más que meros inventos de nuestras mentes malignas y perniciosas. Los testimonios de quienes aseguraban que no pagaron los trajes fueron una quimera, y los rastros documentales, una invención de los instructores y los malvados periodistas. Las facturas, los tiques, las hojas de encargo y de confirmación de pedidos y los cheques que se mostraron en el juicio los imprimió la acusación el día antes en la imprenta de la esquina. La trama Gürtel es como la Santa Compaña. No existe. Y recibir obsequios de corruptos que están en prisión no merece la reprobación, ni la condena.
Con todos estos principios es fácil comprender que el jurado popular ha hecho lo que se esperaba que hiciera en un país que es ejemplo universal de buena gestión de lo público y de ausencia total de corruptelas. El jurado, por un voto de diferencia, pero por un voto, ha dado carta blanca al todo vale en este reino nuestro, donde los duques campan a sus anchas y los «amiguitos del alma» se recochinean de quienes exigen limpieza y buenas maneras.
No existe el delito continuado de cohecho impropio pasivo, ni aunque te regalen 24.000 euros en trajes y tú les ayudes a los obsequiosos con grandes cantidades de dinero público. Aceptar regalos, de forma continuada, de una trama corrupta, ejerciendo un cargo público, tampoco es delictivo. En España. Y tú puedes ser declarado inocente aunque dos de tus compinches se hayan reconocido culpables tras aceptar su participación en los tejemanejes.
Hay que creer en la Justicia. En esa Justicia que se inclina ante quienes utilizan los cargos públicos para vestir a la última, mientras sienta en el banquillo a los que tienen la ocurrencia de perseguir a delincuentes y asesinos. Hay que creer es esa Justicia que acaba de dar su bendición a dos humildes trabajadores del servicio público que no tienen otro faro que el de servir a la comunidad.
Camps y Costa son inocentes de todo cuanto se les acusaba. Y eso hay que celebrarlo.
Si no hubiésemos perdido a mi admirado Julio Camba, probablemente nos premiaría hoy con una de sus exquisitas columnas, que habría escrito con lágrimas en los ojos, y a la que pondría por título «¡Pon el cazo, Paco, que esto es España!». Pero, desgraciadamente, don Julio está muerto. Tan muerto como nuestra confianza en esta Justicia.