E s fácil repartir adjetivos entre las estrellas más luminosas del Barça. Messi los atrae como un imán. Igual que Iniesta, que con su extraña fragilidad hace magia. Otros jugadores son rutilantes. Como Dani Alves, un puñal imprevisible en la banda. O Cesc, especialista en despejar incógnitas entre líneas. Ni que decir tiene que Xavi es la clave en la fórmula de Pep. El fiel de la balanza. La cuerda del reloj. El nudo de la soga. La pajarita del esmoquin. Etcétera. Pero todo equipo que funciona como tal tiene siempre un alma, en la que se refugia cuando las cosas no van bien o los partidos se ponen del revés. El alma es Puyol, un jugador que, por sus prestaciones y sus cabezazos, parece que nada tiene que ver con sus compañeros. ¿Qué pinta este jugador de brega, lucha, furia y tesón en una pandilla de exquisitos? Pinta todo y más. Aparece en los momentos difíciles. Su entrega es tanta que contagia. De los trece partidos que perdió el Barça en tres años, Puyol solo jugó uno. Es el mejor remedio para enfermedades y virus. Imposible el desaliento con un tipo como Puyol al lado que antes de entregarte el partido estaría dispuesto a trocearse el corazón. Es tensión. Es el hombre que no deshoja margaritas, las pisa.