No ha resultado fácil llegar hasta aquí, el precio ha sido muy alto: cuatro décadas de represión y ocho meses de guerra civil y, a pesar de ello, solo es el comienzo de una nueva batalla de resultados impredecibles. No obstante, los libios han vivido las elecciones del 7 de julio como una fiesta.
De los 3,5 millones de personas con derecho a voto, 2,8 millones se inscribieron en las oficinas del censo electoral en el mes de mayo y se calcula que un 60 % de estos acudieron a las urnas. Dada la inseguridad del país, cien colegios tuvieron que ser cerrados por la mañana, pero al final de la jornada solamente 24 no pudieron abrir en todo el día.
La pasión que este proceso ha suscitado en los libios se evidencia en la presentación de 3.700 candidatos, de los cuales 2.500 son independientes, para ocupar los 200 escaños de la asamblea legislativa. Doscientos escaños cuyo reparto no ha gustado en la provincia Cirenaica, en cuya capital, Bengasi, se inició la revuelta contra Muamar el Gadafi. Los cirenaicos se sienten discriminados por la asignación de escaños: 100 para la demarcación occidental de Trípoli, 60 para la oriental de Bengasi y 40 para la meridional de Fezán. Y el descontento por esta cuestión complica la difícil transición hacia una democracia real ya que la Cirenaica aboga por un federalismo que es rechazado por Tripolitania, que ve en él la posibilidad de una nueva guerra civil. Conjugar la opción intermedia de una descentralización del poder con un reparto justo de los beneficios por la explotación de los hidrocarburos de Cirenaica, en lugar de la expoliación llevada a cabo por Gadafi, será una de las tareas prioritarias del nuevo Gobierno junto con la de satisfacer las demandas de los reprimidos bereberes, las castigadas tribus y los grupos religiosos en un entorno que, de momento, adolece de seguridad y es objeto de tantas dudas.