Apena que Fernando Alonso, pilotando un singularísimo automóvil, sea parte, en Bélgica, de un accidente de impresionante violencia, en el que participaron también otros automóviles, pero no es conmovedor, tal vez por fuerza del ambiente. Es su oficio, el de vivir deportivamente, si bien en un ámbito radicalmente arriesgado sobre el que el peligro ronda sin solución de continuidad. Junto a la ganancia, está la voluntad de correr. Y si sobreviene la mala fortuna, pues «tú lo quisiste fraile mostén?».
Es otra dimensión de la automoción en la que no hay que estrujar la mente para hallar la causa de los accidentes: velocidades de vértigo con la mixtura de alguna que otra negligencia o temeridad, porque es necesario ganar.
Y ya que de automóviles se trata, hay que notar que más conmueve la muerte, aquí cerca, de un octogenario que pierde la vida tras de arañar la tierra, montado sobre su tractor agrícola, como el grave accidente de un hombre joven malamente atropellado por un automóvil en un vial urbano donde la velocidad debe ajustarse, ocasionalmente, a la del paso del hombre, como dice la ley.