A las 07.38 de ayer, hora española, cuando ya tenía 303 votos electorales en el bolsillo -con 270 ya se obtiene la elección-, Barack Obama volvió a subir al estrado de Chicago y, tras hacer los agradecimientos oportunos a sus votantes y colaboradores, y referirse con ternura sincera a su esposa -«nunca te amé más»- y a sus hijas, dijo tres cosas bien escogidas para la ocasión. La primera, que «el progreso no siempre es una línea recta, un sendero tranquilo. A veces se complica», con la que quería explicar las decepciones generadas por la euforia imprudente de hace cuatro años. La segunda, que «nuestra economía se está recuperando, y una década de guerra llega a su fin», con la que venía a marcar distancias esenciales con su oponente republicano, Mitt Romney, y con la idea del big stick que Bush había restaurado. Y la tercera, «sabemos que para EE.UU. lo mejor aún está por llegar», con la que quería significar que la grandeza de un pueblo, su bienestar y su seguridad no son realidades incompatibles con las políticas internacionales de cooperación, institucionalización y defensa de la paz.
Finalmente hizo una promesa: «Ustedes me han hecho mejor presidente, y voy a regresar a la Casa Blanca con más determinación». Y es que Obama es de los pocos políticos actuales que sabe hacer buenos y aleccionadores discursos, escoger las frases más esenciales y sencillas, y adoptar las formas y contextos que mejor nos reconcilian con esa tarea común -la política- que nunca progresa en línea recta. Es como aquellos viejos roqueros -Jimi Hendrix, Keith Richards o Jimmy Page- que con solo verles coger la guitarra ya compensaban el precio de la entrada, y ya anunciaban al público despierto y entendido dónde estaban las claves de su música y por qué generaban tanto atractivo en la juventud. Ahora ya no se hacen discursos así, ni se cogen las guitarras como en los años setenta. Aunque también pudiera ser que yo me esté haciendo un viejo cascarrabias, abierto, sin quererlo, a todas las añoranzas.
El discurso de Chicago se basa en dos ideas de suma importancia: que ha ganado un programa sólido, protector de la paz y redactado sobre la convicción de que la economía y la grandeza del país no dependen de un estatus mundial que siempre reclama guerras y conflictos; y que el pueblo americano ya vota con criterios distintos a los de hace doce años, cuando se iniciaba la década de aventuras militares que dieron al traste con las instituciones de la política internacional y pusieron en riesgo la Unión Europea. Porque los jóvenes, las mujeres, los hispanos y los negros que marcaron la distancia entre Romney y Obama creen más en los corredores de fondo que en un atleta que, al socaire de sucesivos acontecimientos históricos, quiera batir todos los récords del mundo de una vez y para siempre.