Hay películas complacientes. Consigo mismas y con el mundo. Muchas intentan elevarse con infladas pretensiones éticas o estéticas. Pero explotan. Pero ciertas obras cinematográficas nadan sin complejos en aguas turbias. No dictan blancos y negros. Muestran e insinúan utilizando la paleta de grises, que siempre es menos clara, pero más realista. Zero Dark Thirty reconstruye la caza a Bin Laden. Y la caza, la llamada guerra contra el terrorismo, no es precisamente un camino de rosas con luz al final del túnel. Hay bastante sangre, sudor y lágrimas, pero casi siempre desprovistos de la solemnidad del discurso de Winston Churchill. En Estados Unidos muchos han colgado al cuello de la directora Kathryn Bigelow la etiqueta de traidora por desvelar supuestos secretos de la guerra contra el terrorismo. Otros, sin embargo, ven en la película una especie de apología de la tortura, de justificación de cualquier medio para obtener el victorioso fin. La tortura está ahí, porque la hubo. Pero eso no convierte la película en un panfleto. Precisamente no pasa de puntillas sobre los interrogatorios. Por eso, tortuoso es el camino que sigue el relato, plagado de sombras. Y torturados sus personajes, tanto los presuntos héroes como los comprobados villanos. El final deja una digestión pesada y ese sabor amargo que plantean los dilemas morales. Las preguntas que no encuentran una respuesta única. Las respuestas que no ofrecen una fe inquebrantable. Allí donde reside la duda. Y también la humanidad. Para bien y para mal. Nada complaciente. Gris. Y, sin embargo, la noche más oscura.