Frente a la idea dominante de que el pueblo siempre tiene razón -corolario de la propuesta idealista que Burdeau bautizó como demolatría-, creo que la democracia no es entendible sin que el pueblo asuma la posibilidad de estar equivocado y la responsabilidad de sus propias decisiones. Porque hay desgracias que no se explican sin la intervención de los pueblos, y, cuando tal cosa sucede, no tiene sentido desviar la crítica hacia la clase política o el sistema. Al pueblo no le gusta que le señalen sus errores, y por eso prefiere al político demólatra y adulador que, a cambio de reducir el electorado al infantilismo, asume todas las consecuencias de la acción política. Pero esa sustitución de responsabilidades no es más que un engaño colectivo que sesga el diagnóstico de los problemas y hace imposible su solución.
En Italia, por ejemplo, acaba de hablar el pueblo. Y, lejos de dar ejemplo de virtud y claridad política, acaba de evidenciar la supina ignorancia y la levedad con la que se tratan los asuntos públicos. Y no me parece perdonable que, en el momento más crítico de la posguerra, se haga depender el futuro de una elección tan esperpéntica. Las elecciones italianas arrojaron un resultado que, fuera de toda sorpresa, reivindica a personajes y modelos que solo pueden generar inestabilidad y desgobierno. Y por eso me alegra que todos estemos pagando el precio de esta estupidez que, mezclada con demagogia, insensatez y autoritarismo, se extiende por la culta y vieja Europa como un reguero de pólvora.
Italia, Grecia y la República Checa ya probaron esta medicina. La Unión entera fue pasto de este modelo de banalización política en el referendo de la Constitución para Europa. En el Reino Unido rebrota de poco en poco un euroescepticismo que solo aspira a que la UE sea una realidad mediocre y titubeante. Muchos líderes de las oposiciones europeas fían su suerte al contradiscurso de la crisis. Y nosotros ya nos hemos acercado a esta tentación -sin caer en ella- flirteando con Gil y Ruiz Mateos, y haciendo un ensayo general con aquel famoso Chikilicuatre que, si Dios no lo remedia, puede ser la próxima apuesta por la renovación democrática.
No seré yo quien le niegue al pueblo soberano su derecho a hacer o decir paridas. Solo quiero recordar que cuando se hacen tonterías hay que asumir todas sus consecuencias. Los italianos votaron así porque creen que a los pueblos europeos nos hace gracia esta forma de desautorizar a Merkel. Y han elegido -frente a Monti- a un bufón, un payaso y un señor de izquierdas que no podrá gobernar. Y eso significa tres cosas: que nos vamos a inflar a pagar facturas; que la salida de la crisis está más lejos y es más oscura; y que más jóvenes, aún, tendrán que emigrar a Alemania. Porque las gracias del pueblo, si se hacen, también se pagan.