De lluvia y calma

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

29 mar 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Así, de esta guisa, nos definía el poeta Miguel Hernández a los gallegos en su popular poema Vientos del pueblo. Lo de la lluvia es una obviedad creciente en este cunqueiriano reino del agua, que amenaza con convertirse en una pandemia hídrica, que se cronifica hasta desterrar los tímidos rayos de un sol que no encuentra resquicios por donde colarse. Estoy en el corazón de las rías altas luguesas, en mi pueblo, en Viveiro, donde llueve a Dios dar de forma permanente e incesante, igual que ocurre estas semanas, este invierno que no sabe de calendarios ni de fechas, en toda la geografía gallega convertida en una suerte de territorio lacustre.

Los gallegos somos personas anfibias, nos movemos bien tras las cortinas de agua, somos especialistas en el manejo de paraguas y demás artilugios protectores, y de seguir así llegará el día en que las venideras generaciones tendrán branquias.

El tiempo es conversación permanente y obsesiva. Los hombres del tiempo se asoman acobardados al ojo mágico de la pequeña pantalla, y deprimidos informan en voz baja de lo que todos ya sabemos, que no es otra cosa que ratificar que en Galicia continuará lloviendo.

Mis vecinos y paisanos, yo mismo, tenemos puestas en la semana de Pasión, en su segunda mitad, las esperanzas de un hosanna económico que equilibre los menguados ingresos de la crisis pertinaz a la hostelería y al pequeño comercio, a la vez que imploramos que los cielos permitan mostrar en todo su esplendor la solemnidad procesional de los actos de la Semana Santa en la calle, que tiene en Viveiro uno de los hitos referenciales de Galicia.

La más vistosa de las procesiones, el gran desfile de la Pasión que tiene lugar en la noche del Viernes Santo, no sale a la calle desde el año 2007, con lo que supone de frustración colectiva para un pueblo que lleva su orgullo penitencial en su particular disco duro, su orgullo y el gigantesco esfuerzo económico y organizativo que suponen la docena larga de procesiones tradicionales.

Acaso llegue el día en que nuestros excedentes de agua se coticen en las bolsas de Occidente, como hoy sucede con el petróleo, y la unidad/barril tenga el precio de un par de decenas de euros, ojalá, aunque de proseguir los desequilibrios del cambio climático, cuando lleguen las hipotéticas vacas gordas, a Galicia le tocará convertirse en un desierto.

Mientras no llega el horizonte de dunas, seguiremos conviviendo con la lluvia, que hasta tiene nuestro acento, la misma que tamborilea con sus dedos de agua sobre los tambores de las bandas cofradieras, la misma que hace brotar esas gotas que nublan la mirada y se llaman lágrimas. Somos hijos de la lluvia. De la calma que nos imputa Hernández escribimos otro día.