L a euforia de laicos, islamistas y coptos unidos que siguió a la caída del régimen de Hosni Mubarak parece muy lejana. Los sueños de los revolucionarios egipcios de una vida mejor se han truncado bañados de sangre. La primavera árabe languidece, y los que nunca creyeron en ella se frotan las manos.
Egipto está ahora en el punto de partida de hace dos años: estado de emergencia y los Hermanos Musulmanes en ciernes de ser ilegalizados. Pero ¿cuál ha sido el error? Muchos y variados, tanto de los islamistas como de la oposición, pero sobre todo por el afán de los militares de seguir en el poder. En el 2011 ya sacrificaron a Mubarak, en un golpe blando agitado por los gritos de la plaza Tahrir, cuando vieron que era la única manera de mantener su estatus y seguir controlando un imperio económico responsable del 40 % del PIB.
La estrategia ahora es demonizar a los islamistas y convertirlos en terroristas. Dos años después, la oposición laica está dividida en su apoyo al Ejército. Los coptos apoyando al régimen ante los incendios que devoran sus iglesias, y los islamista manteniendo su desafío. Una deriva letal en un Oriente Medio donde nada es lo que parece.