Todavía hay quien dice que la catástrofe del Prestige la causó una terrible y circunstancial alianza entre unos armadores y clasificadores irresponsables y una galerna excepcional, y que la negligencia con la que el Gobierno español gestionó aquella crisis no es más que un aspecto secundario que no añadió especial gravedad a la catástrofe. Pero yo creo que ni las conductas irresponsables ni la ceguera de las fuerzas naturales eximen a los poderes públicos de su obligación de responder con eficacia a las tribulaciones de la población, y que ya va siendo hora de exigir que -más allá de las responsabilidades que tengan los criminales- también las autoridades respondan de las negligencias y omisiones culpables que se observan con creciente frecuencia.
El huracán de Filipinas, y los inmediatos precedentes del terremoto de Haití, del tsunami de Indonesia, del huracán Katrina, del ciclón Stam, y de los terremotos de Wenchuán, Cachemira y Fukushima, constituyen avisos más que suficientes de cómo la imprevisión de las autoridades y la negligencia de los organismos internacionales son responsables primarios o secundarios de la muerte de cientos de miles de personas, que en muchas ocasiones ya estaban acosadas y debilitadas por la pobreza, la injusticia y el desorden.
Aunque hay países muy resistentes al socorro internacional -como China, Irán y algunos regímenes autoritarios-, y aunque algunos Estados disponen o creen disponer de suficiente capacidad de respuesta -como Estados Unidos, Japón y Rusia-, cada vez es más evidente que la ayuda internacional que se improvisa después de cada suceso, administrada por cooperantes que carecen de medios para la intervención inmediata, y sometida a la dispersión que nace de un modelo de financiación irracional y de una gestión fragmentada de las tareas de salvamento, produce resultados tan negros y fracasos tan visibles como los testados en Haití, Indonesia o Filipinas, donde una semana después de las catástrofes sigue faltando agua, comida, techo, orden, seguridad, medicinas de urgencia y enterradores, y donde la incuria produce más muertos que los sismos y tifones.
Por eso resulta imprescindible que la ONU genere una agencia de salvamento que sea estable, financiada por los Estados, con capacidad para aglutinar y dirigir la ayuda internacional de emergencia, y con normativas adecuadas para que el primer auxilio -el que salva vidas y evita humillaciones- sea llevado a cabo por personal militar y por expertos profesionales encuadrados en operativos como bomberos, hospitales, policía y protección civil. Porque la experiencia ya ha demostrado repetidas veces -y lo demuestra ahora en Filipinas- que el buenismo desordenado llega siempre tarde, es ineficiente, y solo sirve para tapar la conciencia de los pueblos y la incuria de sus Gobiernos.