La historia de Galicia tiene que ver con interminables esperas por buenos caminos que terminasen con su proverbial aislamiento. Había sido primero la articulación territorial de la comunidad mediante la autopista AP-9, de Ferrol a Tui, y más tarde las autovías -de las Rías Baixas y del Noroeste- para unir Galicia con la Meseta castellana. Quedaba el enlace gallego con Asturias, norte español y, por añadidura, con los países de la UE, un proyecto que arranca nada menos que del Plan General de Carreteras 1984-1993, tras admitir los poderes públicos que «los problemas de inadecuación de la oferta a la demanda eran evidentes», en relación con nuestras carreteras, naturalmente. De ahí las dos décadas de espera por la autovía A-8, también llamada transcantábrica, autovía del Cantábrico, o corredor subcantábrico.
La razón de tanta demora es imputable a los aplazamientos de consignaciones económicas, puesto que la capacidad ingenieril es incuestionable tras salvar las graves dificultades geológico-geográficas que habían dilatado el final de obras para unir tierras de Abadín y Mondoñedo. Los días de enero del 2014 verán cumplido un viejo y justo afán.