Que Mandela haya pasado 27 años en la cárcel y no haya perdido la fe es algo extraordinario. Lo normal es lo otro, entrar delincuente y salir delincuente rencoroso. A Óscar Wilde lo metió en la cárcel el padre de su novio Bossie y aquella pena dio lugar a la famosa Balada de la cárcel de Reading, un poema tremendo sobre la ejecución de un preso, y sobre la justicia, la libertad y la tristeza. Óscar Wilde murió en París, desterrado de la sociedad de su tiempo, que nunca perdonó su frivolidad, casi sin amigos. Le quedaba Bram Stoker y, tal vez, Pérez Galdós, al que cuenta José Esteban que tuvo ocasión de conocer. Al irlandés Roger Casement lo metieron en la cárcel los ingleses, lo cubrieron de estiércol difundiendo unos supuestos diarios ignominiosos y lo colgaron de una soga por traidor; a Casement el justo. Tiene que ser el entusiasmo comercial y literario de Alejandro Dumas, el gran mulato francés, el que saque de la cárcel al conde de Montecristo, millonario y triunfante, pero eso es ficción y lo otro no. El pobre Miguel Hernández murió en la cárcel de Franco enfermo de derrota y de tristeza, con los ojos convertidos en hormigueros solitarios, como dejó escrito. Hoy en Londres la estatua de Madiba, como ahora sabemos que lo llamaban, junto a las de Churchill y Smuts, que se alzan delante del Big Ben, está llena de flores. El mundo entero vela la muerte de un negro que se hizo boxeador y abogado, y que pasó 27 años en la cárcel. Pero que nunca perdió su libertad.