Breve reflexión sobre el antes y el después

OPINIÓN

26 dic 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Cuando nació Cristo hubo que fijar su nacimiento utilizando la era de Augusto. La Iglesia primitiva no necesitaba más precisiones, porque su gran celebración era la Resurrección. Y hubo que esperar hasta finales del siglo IV para que las iglesias orientales se diesen cuenta de que un Niño sin cumpleaños es algo contra natura. Y, tras darle muchas vueltas, se llegó al vigente acuerdo de que María dio a luz en la madrugada del día 25 de diciembre del año 27 del reinado de Augusto, mientras gobernaba Siria -según apostilla San Lucas- un tal Cirino.

Hoy, en cambio, es el pobre Augusto el que nació en Roma el año 63 a. de C., y murió en Nola en el año 14 d. de C. Porque, a pesar de la manía que les ha entrado a los historiadores por decretar eso que ellos llaman «un antes y un después» -la invasión de los bárbaros, la caída de Constantinopla, la Revolución francesa, la Gran Guerra de 1914-1918, la Revolución bolchevique, el juicio de Núremberg, el Tratado de Roma, los 25 Años de Paz, o el atentado contra las Torres Gemelas-, el único «antes y después» que sigue vivo es el que marcó un niño pobre y desconocido que nació en Belén en el año 38 de la era hispánica, que es el cómputo dictado por el propio Augusto para toda la Península -lo de Cataluña habría que verlo- cuando terminó las guerras cántabras.

Todo pasa menos Él. Y toda su gloria se debe a que, mientras los demás hombres han querido dominar el mundo y la historia mediante la construcción y destrucción de imperios, o el cambio radical de las mentalidades, las leyes, los inventos o el I+D+i, aquel Jesús, que no ganó ninguna batalla, no escribió ningún libro, no tuvo éxito social ni económico, y no dejó detrás de sí ninguna reliquia material, solo predicó la noticia del amor.

Antes de escribir estas breves líneas de Navidad, he comprobado que el mundo solo produce noticias pequeñas: indultan, cuando ya no le hace falta, a Alan Turing, y nadie se acuerda del juez que lo condenó; arde el santuario de A Barca y se convierte de nuevo en zona cero; Artur Mas abre su embajada en Washington, para poder participar, como genio inspirador, en el resto de la historia; y el rey cita a su hijo -¿señal de los nuevos tiempos?- para decir lo mismo que cualquiera debiera saber y poder decir: «España es una gran nación que vale la pena vivir y querer, y por la que merece la pena luchar. La Corona promueve y alienta ese modelo de nación. Cree en un país libre, justo y unido dentro de su diversidad. Cree en esa España abierta en la que cabemos todos. Y cree que esa España es la que entre todos debemos seguir construyendo».

Pero yo ya sé que todo lo importante pasa. Y que si pones «Augusto» en un buscador lo primero que te sale es Lendoiro. Todo pasa, digo, menos aquel Niño que nació en Belén cuando gobernaba Siria un tal Cirino. ¡Qué cosas!