Avida Dollars

Alberto Ruiz de Samaniego

OPINIÓN

17 feb 2014 . Actualizado a las 06:00 h.

Con las letras del nombre de Salvador Dalí, Breton realizó una operación anagramática -y condenatoria- que revelaba los deseos oscuros del pintor: el puro dinero: Avida Dollars. Nunca más acertado estuvo el escrúpulo del papa del surrealismo. Pues Salvador Dalí, antes que Warhol y desde luego mucho antes que Damien Hirst o Jeff Koons, supo ver los tremendos cambios de paradigma y criterio estéticos que se iban a producir en el arte moderno, y que conducirían al sistema artístico a integrarse de manera absoluta en la producción de mercancías en general. En ese contexto de mercantilización total de la estética, la pregunta ante la obra de arte ya no es la de su condición de verdad, sino la de su posibilidad de venta. Para bien o para mal, debe reconocérsele a Dalí toda precedencia, en este género tan nuestro, tan epocal; el del bussiness art. De modo que si Salvador Dalí dejó dicho aquello de «El surrealismo soy yo», su máscara pública, su representante para los negocios del arte (y el arte del negocio) bien podría haber dicho: «El consumismo soy yo». He ahí el último ismo.

Es evidente que este ismo, y ningún otro, es el que triunfó. Acompañado por cierto de su íntimo compañero y gemelo, el «da lo mismo». Pero más allá de eso, lo que interesa de Dalí es la forma en que supo encarnar la figura del genio en una sociedad de masas, y para unos medios de masas. Es significativo, en este sentido, que las últimas aproximaciones hermenéuticas al universo de Dalí se centren en el carácter teatral y espectacular de su uso autopublicitario de los media, de sus charadas o acciones, digamos, posperformáticas (¡antes incluso de la existencia de la propia performance!); de sus colaboraciones con el cine. El interés se concentra ahí mucho más que en sus pinturas, de las que, al parecer, no se acuerda nadie demasiado. Ni de sus escritos, a todas luces extraordinarios, al igual que esa sistematización del delirio, que tanto interesara a Lacan, que es el método paranoico-crítico. También hay que decir que su concepción del Museo-Teatro de Figueras se adelanta en muchos años a la práctica, hoy ya asumida hasta por el Prado, de convertir el centro de arte en una suerte de parque temático para usos tan heterogéneos como confusos de lo que se entiende por cultura, o por negocio de la cultura, que ya son lo mismo.

Todo esto lo supo y lo practicó Dalí mejor que nadie. Antes que todos y contra todos, a despecho del escándalo; usando el escándalo como plataforma para la creación de una estética radicalmente personal. Pues lo que él vio con clarividencia es la todopoderosa corporeidad fetichista de los fantasmas visuales. Y cómo la sociedad de consumo, justamente, ansiaba, requería su ración de fetichismo masivo y espectacular. Lo requería hasta el canibalismo, acto de amor salvaje, definitivo, alucinado de amor. ¿No es acaso lo comestible la gran metáfora daliniana? El delirio se vuelve nutritivo, deslumbrante imperialismo espiritual materializado en los panes, las alubias y los huevos fritos, las lonchas de bacon y las langostas-teléfono o los relojes-vísceras. Carnalidad chorreante que todo lo invade, estimulando la secreción de todo tipo de babas y flujos. El espectro del sex-appeal. Dalí supo ver la esencia, la médula misma de nuestro tiempo en ese espíritu que se hace carne deseable para deglutir. Hay un carácter oculto de lo comestible, de la consumición o el consumo, que, como un fantasma, gobierna el mundo. El bufón no dejó de revelar, hasta el tuétano, en carne viva, ese resorte último y fetichista del capitalismo: el cuerpo, chorreante y ofrecido para comer y fantasear, para especular sobre él. La realidad es, para la sociedad de consumo, ese cuerpo mismo. Nadie mejor que Dalí para verlo, y aprovecharlo. No por casualidad fue el gran especialista de las imágenes dobles, aquellas capaces de mostrar una realidad que aparece como lo que es y, al tiempo, como otra cosa, inusitada, inédita, que obsesivamente nos interpela, nos desarregla, provoca toda nuestra avidez, nuestras más pérfidas codicias.