Si yo, modesto profesor universitario, estradense de nacimiento y vecino de Compostela, copropietario de un discreto patrimonio, de estatura media (que es como llamamos en España a los bajitos), cincuentón y algo achacoso, confesara ahora, en esta columna, que mantengo desde hace meses un romance apasionado con la actriz norteamericana Julia Roberts, provocaría en todos ustedes, queridísimos lectores, una carcajada formidable. En todos, empezando claro está, por mi mujer, con la que llevó felizmente casado muchos años, y por mis dos maravillosas hijas.
Y es que nadie en su sano juicio se creería la mentira sideral de que esa diosa del glamur, que vive a lo grande en un rancho, del tamaño de Santiago, en Nuevo México y tiene una casa que quita el hipo en Malibú, que cobra cientos de millones por película, que es admirada en todo el mundo, cortejada por las empresas más lujosas para que se convierta en su imagen ante el público, iba a dar con sus huesos en un lugar donde llueve diez meses cada año, para entrar en coyunda carnal con servidor. Seamos serios. Lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible.
Es curioso, sin embargo, que nuestra capacidad para rechazar como veraz, sin rechistar, lo que a todas luces nos parece un cuento chino (por ejemplo mi noviazgo con Juliña, si, ya puestos, ustedes me permiten tal trato familiar) desaparece cuando el objetivo es poner, negro sobre blanco, la obviedad de otras grandísimas mentiras, que nos afectan, además, de la manera directa en que lo hace lo que toca a los bolsillos. Veamos.
Llegan las vacaciones de Semana Santa y todas las gasolineras del país deciden a la vez aumentar el precio de las gasolinas y el gasoil. Tal incremento no está justificado, desde luego, en un alza de los precios del petróleo, pues tal cosa no ha ocurrido, sino en la simple voracidad especulativa de un sector que sabe que en vacaciones la gente no deja de viajar porque se produzca una subida de los carburantes. Pues bien, pese a la certeza de que esa decisión no puede ser sino el fruto de un acuerdo, que no por tácito o secreto es menos evidente, los consumidores vamos y nos creemos que tal acuerdo, que por supuesto es ilegal, no ha existido en realidad y que el hecho de que los precios suban de forma general en Semana Santa y bajen después, de igual manera, es el puro fruto del azar.
Pues yo me irrito, me entristezco y protesto, no porque me haya afectado la subida de los carburantes -pues me he pasado las vacaciones en mi casa, tan tranquilo-, sino porque esa credulidad tan asombrosa para con los gasolineros se torne, no ya en completo escepticismo, sino en recochineo general, cuando alguien de por aquí pretende haberse echado un ligue en Hollywood. ¡Qué injusticia! ¡Qué falta de ecuanimidad! ¡Cochina envidia!