Lo bueno del verano es que de la tele y la prensa desaparecen los políticos para ser sustituidos por las carrilanas y las orquestas, el fútbol se cambia por las regatas de traineras, y los juzgados por las barracas de tiro. Y no es mal cambio, la verdad. En verano es cuando uno se da cuenta de que todo es relativo, y se puede tirar en la arena a leer por séptima vez La isla del tesoro con la felicidad de la primera, recuperando a viejos amigos. Y descubre que a John Silver el Largo, Bárcenas lo convierte en una ursulina, por ejemplo. Este verano algunos lo van a pasar en el campo -Bárcenas, Ortega Cano, Basterra- y otros en la playa, como Felipe VI, Ana Obregón y yo. No hay muchas novelas que traten el verano. Tal vez El Jarama, de Sánchez Ferlosio, y Últimas tardes con Teresa, de Marsé. Yo creo que la primera ha envejecido más que la segunda, que sigue siendo una maravilla. Pero se ve que en verano los escritores no escriben y prefieren leer. No me extraña. Escribir, en este país, es llorar, que diría Larra. Porque uno no encuentra quien le edite y porque, si lo encuentra, no va a encontrar quien lo lea, y porque, hay que decirlo todo, en realidad, ya que nadie lo va a leer, uno escribe lo que ya ha escrito otro y... que inventen ellos. Y es que, en realidad, ¿por qué escribir si podemos leer La isla del tesoro tirados en la arena de la playa? Y, ya puestos, en vez de ver el telediario, ahora que nuestros políticos y nuestros jueces nos han dado vacaciones, aprovechemos el tiempo y miremos a la luna.