Mariano Rajoy ha sorprendido a tirios y a troyanos -a los suyos y a los de enfrente- al entregar la cartera de Sanidad al hasta ahora portavoz del PP en el Congreso. A mí la decisión no me parece bien ni mal. Ni fu ni fa. Me faltan dos elementos de juicio: ignoro -aunque lo sospecho- qué tareas le encomendará el presidente al nuevo ministro y desconozco qué piensa y qué se propone hacer Alfonso Alonso -aunque puedo intuirlo- con nuestro sistema de salud. Aplazo, por tanto, mi opinión. «Por sus obras lo conoceréis», que dijo el hijo del carpintero.
Lo que sí desapruebo son las valoraciones realizadas en las dos orillas del espectro político. La minoritaria, como la defendida por las asociaciones de defensa de la sanidad pública madrileña, que hubieran preferido un ministro «de perfil más técnico». Y la mayoritaria, perfectamente reflejada en un comentario de Victoria Prego, que aplaude la decisión de nombrar a un ministro político «para una cartera técnica». Ambas posiciones establecen una división falaz. No hay carteras de carácter político y carteras de carácter técnico: todos los ministerios son políticos. Y no hay políticos de perfil político y políticos de perfil técnico: hay políticos y hay técnicos. Pese a la mala fama que se han ganado a pulso, yo quiero que me gobiernen los políticos elegidos democráticamente, a ser posible aquellos que comparten mis principios o defienden mis intereses. Pero si acudo al ambulatorio o ingreso en el quirófano, quiero que me ausculten o intervengan los técnicos, preferiblemente los más capacitados, y me importan un bledo las ideas políticas que bullan en su cabeza o el carné que lleven en el bolsillo.
Constituye un error confundir la cualificación técnica con la capacidad política. Nada garantiza que un médico sea un buen ministro de Sanidad, ni un juez un estupendo ministro de Justicia, ni un profesor universitario un óptimo titular de Educación. Más bien, si tenemos en cuenta los intereses corporativos en juego -espurios o legítimos-, me inclino a pensar lo contrario. La mayoría de los ministros de Sanidad no exhibían más «perfil técnico» que el de ser usuarios del sistema. Y los hubo excelentes, mediocres y pésimos. Romay Beccaría, secretario general de Sanidad en 1963, impulsó la primera vacunación masiva contra la poliomielitis, una terrible epidemia que el franquismo pretendía ocultar. Romay es abogado. Ernest Lluch apadrinó la Ley General de Sanidad de 1984 y puso las bases del sistema universal de salud. El añorado ministro era economista. Ana Mato, globos y jaguares al margen, pasará a los anales por su empeño en demoler aquella conquista. Es licenciada en Políticas y Sociología.
Me quedo sin espacio para glosar el espécimen de técnico metido a político, perfectamente encarnado en el consejero de Sanidad de Madrid. Javier Rodríguez, cirujano con «vida resuelta», acaba de colgarse la medalla por la victoria contra el ébola. «Si yo lo hubiese hecho mal», dice, «Teresa Romero no estaría hablando». ¿Pero no habrá quien cese a este señor y lo devuelva al quirófano? Y a ser posible, con un bozal en vez de mascarilla.