El diccionario de la Academia define la globalización como un proceso por el que las economías y mercados, con el desarrollo de las tecnologías de la comunicación, adquieren dimensión mundial, de modo que dependen cada vez más de los mercados externos y menos de la acción reguladora de los Gobiernos. Wikipedia señala con más tino que es «un proceso económico, tecnológico, social y cultural a escala planetaria que consiste en la creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países del mundo, uniendo sus mercados, sociedades y culturas a través de una serie de transformaciones sociales, económicas y políticas que les dan un carácter global».
Y quizás esta definición es más precisa porque la globalización es un inmenso gazpacho, como la denomina Emilio Lamo, que cocinan principalmente las sociedades occidentales de democracia liberal, tras abrir sus puertas a la revolución informática y haber llegado a un considerable nivel de liberalización y democratización en su cultura política, su ordenamiento jurídico y económico, y sus relaciones internacionales.
Este proceso, expandido a partir de la segunda mitad del siglo XX, recibió impulso con la caída del muro de Berlín y el fin de la guerra fría, y tuvo sus palancas en Internet y en el abaratamiento del transporte, merced al invento del contenedor. En lo económico se caracteriza por la integración de economías locales en otra mundial de libre mercado, en donde los modos de producción y los movimientos de capital se configuran a escala planetaria, cobrando mayor importancia el papel de las empresas multinacionales, la libre circulación de capitales y la implantación definitiva de la sociedad de consumo. Las multinacionales han pasado a ser globales. Ya no producen y gestionan todo en el país que están y de acuerdo a sus leyes, sino que deslocalizan sus departamentos y los sitúan donde obtienen más ventajas, trabajando para todas las sedes sin importar distancia o continente.
En lo económico, la globalización es que España dependa de Francia, esta de Alemania; Alemania de Estados Unidos; Estados Unidos de China, y cada uno de todos. El poder político se ha difuminado y cada vez hay más problemas globales para los que la solución es global: los virus, el clima, la contaminación, el terrorismo, la emigración, los recursos naturales. Su solución no depende de un Gobierno y ni siquiera de los Gobiernos de un continente, depende de acuerdos globales y de buenas instituciones globales.
Y mientras el valor material del conocimiento crece y el de la información decrece, los medios de comunicación, gracias a las nuevas tecnologías, se convierten en accesibles desde cualquier lugar, y merced a esas nuevas tecnologías resulta fácil organizar las protestas, pero muy difícil articular las propuestas.
Y en este proceso de construcción de una sociedad global, multicultural, multirracial, en la que todos vestimos igual, tenemos infraestructuras y arquitectura idénticas, y disfrutamos de un ocio similar, la Unión Europea es, a juicio de muchos, el mayor invento realizado por un conjunto de Estados para poner en común sus políticas y actuar conjuntamente. De ahí que frente a los problemas de cada Estado miembro haya que responder con más UE y no con menos, porque estar unidos en el tránsito hacia un mundo poseuropeo, un mundo nuevo, es básico. Y Grecia parece no entenderlo.