Mi padre, hombre cabal como he conocido pocos en la vida, era persona de sano escepticismo y fino sentido del humor. Por eso, cuando veía en la tele o leía en los periódicos alguna de esas cosas sorprendentes que solo en Estados Unidos acontecen, solía comentar con su sorna habitual: «É que non vos dades conta de que as cousas que veñen de América hai que tomalas sempre con certa precaución». Papá tenía razón.
De Norteamérica nos han llegado, de hecho, dos debates sociales que serían pintorescos si no resultasen de extrema gravedad: el de si los padres han de mandar a sus hijos a la escuela, o pueden educarlos por su cuenta; y el de si deben vacunarlos según los calendarios oficiales. El segundo está hoy de plena actualidad tras haberse declarado en Olot un caso de difteria en un niño de seis años, que contrajo la enfermedad por no estar vacunado, tras decidirlo así sus padres. Las consecuencias de esa descabellada decisión son evidentes: su hijo enfermo, el riesgo de que haya habido algún contagio (muy bajo, al parecer, pues el 90 % de la población sí está vacunada) y la reaparición de una enfermedad de la que desde 1987 nada se sabía.
El caso, como todos los que suscita la negativa de los padres a cumplir con los calendarios oficiales de vacunación, plantea un tema de fondo, de grandísima importancia, que es común al derivado de la decisión de los progenitores de no escolarizar a aquellos que están bajo su patria potestad: el de si esta les da derecho a tomar decisiones que ponen en riesgo la salud de sus hijos (y, por tanto, la de los demás, en el supuesto de las enfermedades infecciosas) o su derecho fundamental a la educación.
Sobre lo segundo me pronuncié aquí en su día con toda claridad: enviar a los hijos a la escuela durante el período de educación obligatoria no puede ser opcional para los padres, quienes deben cumplir inexcusablemente un deber público. Sobre la obligación de vacunar no tengo tampoco duda alguna: por la seguridad de los hijos y por la de los que están con ellos en contacto, pues el riesgo para la salud en este supuesto no es solo para quien no recibe la vacuna, sino mucho más amplio.
Todo el mundo admite hoy que el maltrato infantil es intolerable: pero maltratar a un niño no es solo golpearlo o torturarlo psicológicamente, sino también no vacunarlo cuando la Administración lo ordena (maltrato sanitario) o no enviarlo a la escuela, cuando es obligatorio (maltrato educativo).
Por eso las autoridades públicas -desde la administrativas al Ministerio Fiscal, protector de los derechos ciudadanos y del interés general tutelado por la ley, según nuestra Constitución- deben tomar todas las medidas necesarias para que esos otros maltratos no puedan producirse. En defensa de los derechos de los niños y, en el caso de las vacunas, de la población entera.