Madrid es esa ciudad donde todo el mundo ha nacido en otra parte, que es precisamente una de las características que convierte esta conurbación mesetaria a 650 metros de altura en una cosmópolis atractiva para los que aterrizamos allí llegados desde eso que Aguirre y otros chulapos todavía llaman «las provincias», y que a mí me suena a Ben-Hur, pero justo antes de que las cuadrigas le pasen por encima al Imperio romano. Si subes la Gran Vía y vas preguntando al personal de dónde es, no te sale uno de Madrid ni de casualidad, a menos que coincida que Aguirre haya aparcado su coche en la acera para ir al cajero a sacar unos euros y, si eso, jugar luego una partida de Grand Theft Auto con la patrulla de guardia de la poli local.
Mira que es complicado encontrar en Madrid a alguien de Madrid y van los secesionistas catalanes y se sacan a un madrileño de nacimiento (de los que ya no quedan ni en el museo de cera y ya no digamos en el Prado) para encabezar la lista del 27S. Raúl Romeva i Rueda, la testa destinada a desconectar Cataluña de España -como si España fuera el respirador artificial que la familia apaga para que el abuelito ya se vaya muriendo un poco-, es de Madrid-Madrid, que es algo así como si la diosa Cibeles fuese de Vilanova i la Geltrú, un topónimo que Eugenio sacaba mucho en sus chistes cuando todavía nos queríamos y no nos estábamos divorciando de Cataluña, sino que hacíamos Olimpiadas juntos.
En Madrid nadie habla del madrileñismo de Romeva, al que apodan el Varufakis español, sino de la Versión Original de Carmena, que no es una peli iraní de culto, sino una web puesta por el Ayuntamiento para aclarar las cosas a la prensa, y del callejero, porque hay amenaza de desalojo contra los subversivos Julio Camba, Álvaro Cunqueiro, Enrique Jardiel Poncela y Ramón Gómez de la Serna.
Y entre el Varufakis secesionista pero castizo, las enmiendas a los periodistas y el bullicioso nomenclátor, a Madrid lo que se dice Madrid no le queda tiempo para tratar las cuestiones que de verdad importan. Porque a mí lo que me preocupa es la mudanza, anunciada para mediados de agosto, del embajador de Francia, Jérôme Bonnafont, un agroglamuroso que tiene en el patio de la residencia sus gallinas, sus faisanes y hasta una plantación de maíz para echar de comer a la bichería.
¿Qué será de las pitas que hasta ahora correteaban felices por los jardines del palacete de la calle Serrano? ¿Emigrarán con el cónsul? ¿Serán liberadas en el Retiro? ¿Pedirán asilo diplomático en Galicia? Esas gallinas, y no la desalmada M-30, son Madrid.