¿Qué va a pasar en Cataluña?, te preguntan fuera de España. Mi respuesta es clara: no habrá separatismo. Voluntad no les falta a quienes lo propugnan, que lo edulcoran de «desconexión» y manipulan la Constitución que ellos mismos rechazan y no respetan el reglamento del Parlamento que les ampara y les obliga. Un taimado modo de proceder que han reiterado a lo largo de esta última etapa. No es momento para rebobinar por qué se ha llegado a esta situación que, al menos, es ya reconocida como un problema político de primer orden. Ante la aprobación de la propuesta de la junta del Parlamento catalán, auspiciada por su presidenta, no caben matizaciones. Se trata de declarar solemnemente el inicio de un proyecto de creación del Estado catalán independiente en forma de república. La respuesta del Estado contra el que se pronuncian no puede ser otra que impedirla. Pero es un Estado de derecho y todos los poderes que lo conforman deben actuar conforme a él. Es su grandeza, que conviene recordar ante la gravedad del desafío que excita pasiones.
Cada uno de los órganos del Estado ha de ejercer sus competencias, sin retrasos, sin atajos, ni componendas. Viene esto último a cuento del auto del Tribunal Constitucional por el que se desestima el recurso de amparo presentado por los diputados del PP, Ciudadanos y PSC en cuanto a la suspensión del citado acuerdo de la junta del Parlamento catalán adoptado antes del registro del grupo parlamentario del PP. Invocaron que les cercenaba el derecho a acceder en condiciones de igualdad a funciones públicas. La vía elegida no era la adecuada, y discutible que pudieran alegarla Ciudadanos y PSC. Se trataría de un asunto de legalidad. En el fondo, como reconoce el tribunal, rebasa la función del recurso de amparo al promover un control de constitucionalidad de una resolución que no se ha adoptado y cuyo contenido final se desconoce. Por eso, el tribunal debería haber declarado la inadmisión del recurso. El resultado habría sido el mismo.
Lo que tiene que hacer el tribunal es resolver, con los fundamentos correspondientes, si lo que se pretende es o no conforme a derecho, incluida la forma. Sobran las demás consideraciones sobre lo que hará en el futuro, así como recordar al Parlamento sus deberes. Da pie a pensar en una actitud política, contentando a unos admitiendo el recurso, y a otros rechazando la suspensión, al tiempo que los tranquiliza asegurándoles que tiene la última palabra. Lo mismo hizo en el 2014, cuando además de declarar inconstitucional una declaración sobre el derecho a decidir del pueblo de Cataluña, advirtió que no lo sería si no lo vinculaba al principio de soberanía. Tampoco se preocupó de que se ejecutara esa sentencia que hubiera evitado el 9N. La suspensión del acuerdo del Parlamento catalán es automática con el recurso del Gobierno. Merece el respaldo de las fuerzas políticas, sin cálculos electoralistas. No será el final; pero ahora el arma principal es la fuerza del derecho.