Ahora los nuevos marcos de las leiras son las líneas rojas. Las marcan con ansiedad políticos que aran por la derecha y la izquierda. Pero muchos están dispuestos a cruzar la última frontera para desacreditar al otro. La palabra fascismo es de uso común. El término nazi se ha convertido en una especie de comodín del público. Incluso no hay problema en sacar a pasear la esvástica para marcar a hierro al que piensa distinto. No es que últimamente las instituciones de la Unión Europea merezcan caminar sobre un pavimento de elogios. Pero de ahí a comparar su proyecto con el de Hitler hay un trecho insalvable. ¿Le habrán enseñado ese argumento en el exclusivo colegio de Eton a Alexander Boris de Pfeffel Johnson, exalcalde de Londres y abanderado del brexit? Desde luego, el comentario no es digno de alguien que supuestamente se ha empapado de la Segunda Guerra Mundial para escribir una biografía de Churchill.
Pero algunos son felices con su curiosa adaptación del principio de Arquímedes. «Dadme un chascarrillo de apoyo y moveré el mundo». Y no pasa nada si hay que banalizar algunos de los capítulos más abyectos de la humanidad. ¿Es necesario relativizar el pasado y menospreciar el presente? Pues allá vamos. Como si Hitler fuera un loco más entre los iluminados empeñados en unir Europa. Como si todas las banderas fueran iguales. Como si eso de exterminar al prójimo fuera un detalle secundario.
Cualquier día de verano un señor recogerá la pelota que le acaba de chafar las petunias y le dirá a los chiquillos que improvisaban un partido de fútbol al lado: «Nazis, más que nazis». Y en la típica discusión de barra bar, el más audaz le dirá al que no da su brazo a torcer: «Anda, no me seas Hitler».