Estremece leer los tuits con que decenas de mujeres han respondido a la iniciativa del Concello de Pontevedra con motivo del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la mujer.
En una demostración de valor, sacaron del rincón de la memoria en que permanecía el recuerdo de la primera vez en que se sintieron acosadas, vejadas o ninguneadas por el hecho de ser mujeres.
Alarma comprobar como en numerosos casos el acoso se dirigió contra niñas de seis o pocos más años. Hombres, jóvenes y hasta niños aprovechan un momento propicio para manosearlas o vejarlas de cualquier forma, sin prestar atención al rechazo, asco y hasta miedo que provocan.
Repugna la sensación de superioridad del acosador, el desprecio hacia la otra persona del que hace gala, seguro de la impunidad total de su agresión.
Preocupa la falta de reacción del entorno, la percepción de hechos de este tipo como algo sin importancia ni mayor trascendencia, lejos de considerar esa permisividad como un precedente, un caldo de cultivo del que puedan brotar agresiones de mayor calado.
La ONU admite que la violencia contra la mujer sigue siendo una pandemia global, porque hasta un 70% de ellas la sufren en su vida.
No es, aunque no queramos admitirlo, ni algo lejano, ni algo que se circunscribe a determinados grupos sociales, ni algo que solo les ocurre a otros.
La denuncia valiente de estas mujeres deja claro hasta qué punto esa violencia es una presencia constante y admitida, o al menos cínicamente consentida, en una sociedad que presume de respetable y avanzada. Un paso importante para combatirla.