Fraga o el olvido

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

01 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Conocí a Manuel Fraga cuando yo era un chaval y él ministro del Gobierno de España. Se le antojó hacer una sardiñada en una isla de la ría de Viveiro, concretamente en la paradisíaca playa de Area. Mi padre era funcionario del Instituto Social de la Marina y le tocó estar en el comité de recepción y en el núcleo organizativo. Y 24 horas antes de su llegada a Viveiro solicitó «un niño», pues el de Vilalba pensaba acudir con uno de sus hijos. Yo estaba disponible, y acicalado con una camisola blanca, que estrenaba, actué de figurante acompañando al hijo del ministro. Debíamos de ser de la misma edad y en la isla mínima padecimos idéntico aburrimiento mientras se asaban las sardinas. Bajamos hasta una chalana amarrada con un cabo y, si no llega a ser por los escoltas del ministro, su hijo y yo mismo perecíamos ahogados, pues la frágil embarcación volcó, arrojándonos al agua, y ninguno de los dos éramos peritos en el arte de nadar. Nunca mas volví a encontrarme con mi compañero ocasional de fatigas náuticas. 

A quien sí volví a ver fue a Manuel Fraga, con quien nunca sintonicé; ni yo con él, ni él conmigo.

Tuve que verlo con frecuencia cuando ocupé la presidencia del Club de Periodistas Gallegos en Madrid, que había propiciado para convertirla en una terminal mediática pro domo sua, y que no consentí que teledirigiera como había hecho con mis antecesores. La distancia ideológica no era un problema, lo que no entendía era mi desafección a su caudillaje supuestamente mediático.

Asistí al declive del león de Vilalba y en ocasiones me causó un sentimiento que mucho tenía que ver con la compasión. Llevó Galicia trotando en su corazón, dirigiendo el país como cosa suya, adulado por muchos y criticado por unos pocos, y en un mes de enero del 2012 regresó para siempre a la tierra que lo acogió para toda la eternidad.

Hace muy pocos días, escuché una conversación en el aeropuerto de Vigo mientras esperaba el avión para Madrid. Un hombre de mediana edad mostraba a otro más joven unas, aparentemente, hojas de cálculo que contenían una encuesta sin tabular. Los datos analizados demoscópicamente concluían que de cada diez muchachos de un universo entre 18 y 22 años, y residentes en Galicia, solo cuatro tenían conocimiento de quién había sido Fraga Iribarne, presidente que fue de la Xunta de Galicia.

Me hubiera gustado intervenir en la conversación para añadir que también en un mes de enero, del 2002, murió Camilo José Cela, el autor de La colmena. Libro de obligada lectura en el bachillerato de entonces, y de esa joya de la literatura que es Madera de boj, entre otras docenas de libros. Premio Nobel, y admirado masivamente en su tiempo. O que tres años antes, e igualmente en enero, fallecía Gonzalo Torrente. Han pasado pocos años y un manto de olvido se tendió, como la niebla que penetra en los inviernos por las rías, sobre su memoria.

Los tres descansan en Galicia: Fraga, en Perbes; Camilo José, en Iria Flavia; y Gonzalo Torrente, en Ferrol. Los traigo a esta columna para rehabilitarlos durante el minuto en que tardan estas líneas en ser leídas y para subrayar que el olvido colectivo, sic transit gloria mundi, es un mal endémico en estos tiempos de prisas tecnológicas. En el fondo y apelando al título de una excelente película española: nadie hablará de nosotros cuando estemos muertos. Nos queda, eso sí, y con desigual fortuna, reivindicar la memoria como ejercicio al menos.