Los adioses

Ramón Pernas
Ramón pernas NORDÉS

OPINIÓN

15 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Las salas de espera de los aeropuertos -tediosas, escasamente cómodas y en estos días abarrotadas- son un excelente lugar para estudiar, escuchar e incluso emocionarse con los comportamientos de las despedidas. Andaba yo planteándome personajes de las páginas de mi próxima novela mientras esperaba un vuelo doméstico, cuando me vi sorprendido por la inmediata salida de un vuelo para Londres. Todavía no habíamos pasado la barrera que accede a las salidas, la que te obliga a depositar tu memoria en una caja de plástico donde dejas el reloj, el teléfono móvil, las monedas y el cinturón que sujeta tus pantalones, cuando a mi lado tres jóvenes alborozados festejaban el término de sus vacaciones asturianas y se reincorporaban a su destino laboral londinense. Uno de ellos estaba aquejado de un ataque de morriña porque se perdía las fiestas del Carmen de su pueblo y la exhibición nocturna de la orgía de voladores, bombas de palenque, cohetes de las fiestas populares, que en su pueblo eran un especial espectáculo pirotécnico. Los tres muchachos celebraban en su conversación el disfrute de tres semanas de vacaciones y emprendían alegres el camino de vuelta.

Cerca de ellos, otras tres personas se despedían de manera totalmente opuesta. Las lágrimas de los tres empañaban sus miradas. Eran una mujer, todavía joven, un muchacho algo mayor que ella y quien me pareció el padre de ambos. La mujer cogía el mismo vuelo, iba al mismo destino que los alegres rapaces que continuaban riendo y contando experiencias de sus recientes vacaciones. A diferencia de ellos, la mujer había viajado a Asturias para despedir a su madre, que había fallecido la semana anterior. La acompañaban su hermano mayor y su padre. Las lágrimas eran un réquiem que compartían sus dos acompañantes. Eran la cruz de la moneda que tenía en su cara el bullicio juvenil que antes describí someramente. Eran dos adioses antagónicos, la alegría y la tristeza, la fiesta y el dolor, la celebración de la vida y la muerte como despedida. Y mi reflexión inmediata me aconsejaba dirigirme al primer grupo y contarle la tragedia que estaba sucediendo a sus espaldas. El destino era el mismo, pero las razones eran divergentes.

Me gustaría conocer ambas historias, y contar que los tres muchachos eran emigrantes de la última hornada que llevó fuera a nuestros chavales, e imaginaba que los tres eran científicos que elaboraban una nueva vacuna en un laboratorio británico, y que la persona mayor del otro grupo, el viudo reciente que decía adiós con su mano levantada a su hija que regresaba a Londres, era un viejo minero que había sido picador en uno de los pozos míticos de la literatura asturiana de combate. Acaso era solo un funcionario jubilado, o el dueño de un chigre, de un bar, de pueblo. Pero a mí se me antojaba imaginarlo de picador.

Su avión salía antes que el mío y me dio tiempo a especular y a reubicarlos en la madeja de mi cabeza y hacerlos protagonistas de una historia generada en ese far niente de una espera prolongada. Lo cierto eran los adioses, las despedidas, la madre muerta y el dolor consiguiente que la alegre muchachada convertía en verano el cielo entoldado de un otoño precoz.

Son sucesos cotidianos que acontecen en los aeropuertos, cuando no tienes prisa y te sorprenden las historias ajenas.