Los libros son para el verano

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

05 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Como las bicicletas de la amable obra de Fernando Fernán Gómez, los libros, mis lecturas adolescentes crecieron conmigo verano tras verano. El estío de mi mocedad duraba tres meses, que era el tiempo que los veraneantes empleaban en su ocio estival antes que se democratizaran las vacaciones de tres semanas y los veraneantes vestidos permanentemente de balandristas con pantalón blanco y americana azul, se transformaron en turistas disfrazados, uniformados, a la manera de Indiana Jones, y cambió el cuento veraniego. Los hemos visto haciendo cola para fotografiarse en un selfie, sentados en el «banco más bonito del mundo», que como es bien sabido está en Loiba, o aguardando su turno para visitar fugazmente la playa de Augas Santas, rebautizada como As Catedrais, cuando baja la marea. Los libros, decía, ilustraron mis veranos y mi vida. Descubrí la delicia de leer, el placer inmenso de encontrar en una página el viaje soñado o enamorarme por riguroso orden de Ana Ozores o Emma Bovary.

Aquel junio tan lejano, ¡ay¡, descubrí el Quijote, y con su lectura me pude adentrar intuitivamente en la novela moderna, fue una edición de Martin de Riquer, de la biblioteca familiar, que constituyó un auténtico salvoconducto para inaugurar la militancia lectora que me acompañó toda una vida.

Quizás el mayor impacto lo experimenté el verano en que leí Rayuela, de Cortázar. Saboreé en el paladar del cerebro cada frase, cada historia que crecía palabra a palabra en mi cabeza. Me acompañó la Maga en mis paseos por la arboleda perdida de la adolescencia hasta que caía la noche y cerraba el libro para seguir leyendo en las estrellas.

Y los años fueron pasando, siempre bien acompañado por mis amados maestros, y mi adorado Proust caminó conmigo Por el camino de Swan llevándome a buscar el tiempo perdido que vivía en los tres tomos de su recordada obra, y con Kafka construí El castillo de mi imaginario de escritor; La isla del tesoro fue un regalo que compartí con Stevenson, como antes Mark Twain me había dejado entrar en su laberinto del profundo sur con Huckleberry Finn y el aventurero Tom Sawyer.

La juventud primera tuvo fecha de caducidad, y mis fantasías mozas de las tardes infinitas del bosque de los helechos, mi refugio secreto de entonces, dieron paso a múltiples lecturas adultas, uniendo a Tolstói con Jane Austen, a Valle con Faulkner, a Cunqueiro con Claudio Magris, y en mi universo lector fue verano todo el año, todos los años, y sigo insistiendo en que leer es vivir y asegurando que yo aprendí a leer el mismo día en que empecé a soñar. Está claro que los libros son para el verano.

Felices lecturas y feliz verano.