El futuro de Cataluña centró los mensajes de la ejecutiva federal del PSOE a su paso por Galicia. Tanto Pedro Sánchez el domingo, como José Luis Ábalos el sábado, se empeñaron en explicar «una alianza sin complejos con el partido popular», necesaria para defender el modelo de convivencia social y territorial instaurado por la Constitución del 78. La crisis económica desatada en 2008 puso en cuestión el milagro español, admirado en el mundo por la capacidad para entenderse y consensuar mínimos bastante máximos desde posiciones tan distantes como el partido comunista de Santiago Carrillo hasta la UCD de Adolfo Suárez, con diálogo donde otrora hubiera violencia. Se aprecia temor por la deriva del conflicto catalán y desde el PSOE insisten en la necesidad de un nuevo consenso para reformar la Constitución y adecuarla a una realidad sobre la que han pasado cuatro décadas, con un territorio descentralizado y varias generaciones que no pueden quedar al margen de su tiempo. De lo allí dicho, llama también la atención la comparación del independentismo catalán con los movimientos nacionalistas de otros países europeos surgidos del sentimiento de diferencia, de la demanda de más seguridad contra los otros que levanta fronteras y abre aduanas, basados en un esencialismo que no se justifica por agravios o maltrato reales de una parte del Estado hacia otra parte de sí mismo.
Falsa ética, unilateralidad, ruptura, fueron conceptos contrapuestos con la izquierda valiente, que no conoce fronteras, internacionalista. Pedro Sánchez quiso dejar claro que ser socialista no solo no era incompatible, sino coherente, con llamar a España por su nombre, dejando atrás ese temor que en sectores de la izquierda existe para nombrar a una patria que se prefiere anónima, desnombrada por la dictadura que se apropió y patrimonializó su significado. Pero este discurso, natural en el recorrido histórico del PSOE, no deja de generar curiosidad por saber si, verdaderamente, la autodeterminación -o la independencia- catalana fue o no la línea roja que impidió un gobierno alternativo al del Partido Popular en, al menos, dos ocasiones, tanto en el caso socialista como en el de Podemos -que también se declara nacionalista español cuando hay viento de levante y ni lo uno ni lo otro, cuando viene de poniente-. Y ante la duda, cabría preguntarse por qué se fraguó el motín del 1 de octubre de 2016 en Ferraz -que culminó con la renuncia forzada de su secretario general, muerto entonces y después resucitado- tal día como ayer, 29 de octubre, precisamente un año antes de que Pedro Sánchez dejara su posición sobre la independencia de Cataluña, meridianamente clara.