Resulta muy extraño que, entre los acendrados demócratas que se han enterado la semana pasada de que Maduro es un calamitoso dictador, ninguno haya sentido la necesidad de protestar por la bravata lanzada el día 31 de enero por John Bolton, asesor de seguridad nacional de Trump, que no se cortó ni un pelo para poner al ahora odiado presidente venezolano ante el dilema de escoger entre «retirarse voluntariamente a una playa paradisíaca o acabar en la prisión de Guantánamo».
Guantánamo es un penal ilegal y contrario a los derechos humanos, que sólo alberga a personas secuestradas y no juzgadas, que son sospechosas de haber molestado en algo a la tradicionalmente caprichosa política exterior de los Estados Unidos. Y por eso deberíamos reparar en que Trump propone para Venezuela una regeneración democrática que parte del principio de que será él quien decida lo que vale y lo que no vale, sin necesidad de jueces ni pruebas, y actuando como el sátrapa irresponsable que puede convertir a Maduro en un jubilado de lujo, absolutamente impune, o en un cautivo, secuestrado y torturado, en el limbo ilegal de Guantánamo.
Ya he advertido la semana pasada que es un error vincular el derrocamiento de Maduro con el automatismo improbable de una transición exitosa. Porque, si se siguen apurando posiciones improvisadas, al socaire de una situación catastrófica cuya gestión se retransmitió en directo por las televisiones del mundo, hay muchas posibilidades de que caiga Maduro sin que lo sustituya un consenso democrático, y de que esa indeseable situación le sirva a Trump para asentar sus intereses y poderes en Venezuela, sin que los tontos útiles que se sienten obligados a secundarle, sin planes concretos para una transición, se hayan atrevido a frenar ninguna de sus bravatas.
Fue el afamado profesor Duverger quien, durante la guerra de independencia de Argelia, acusó a su querida Francia -cuna de la primera declaración universal de derechos del hombre- de practicar el «fascismo exterior», un terrible pero bien acuñado concepto que define a los países que, practicando en su interior una democracia avanzada y garantista, actúan en el exterior como un fascismo totalitario que obvia sistemáticamente tanto la ley como la división de poderes. Este fascismo exterior, que en Francia fue una excepción argelina, con algunas rebabas menores, es, en Estados Unidos, una doctrina asumida sin complejos en toda su política exterior, que apoya, asesina o secuestra dictadores por simple conveniencia; que no respeta la división de poderes que tanto se vigila dentro de casa; y en la que un bárbaro como Trump puede actuar igual que Artajerjes, sin más límites que los que marcan su nivel de fuerza y osadía.
Por eso creo que Europa seguirá siendo indigna e impresentable, en la cuestión venezolana si, además de hacer seguidismo timorato y retardado de Trump, no se desmarca de este personalismo autoritario que va a lastrar, me temo, el ya inevitable derrumbe de Maduro.