
Se veía muy solitaria, demasiado solitaria, la base aérea de La Carlota, en Caracas. Juan Guaidó, posando junto a un recién liberado Leopoldo López, decía tener de su parte al Ejército, pero a su lado no se veían muchos soldados. «El momento es ahora», dijo. Pero más bien pasaba un momento tras otro sin que nada sucediese. Muchas personas se acercaron al intercambiador de Altamira para arropar a los alzados, pero no eran suficientes para intentar lo que, quizá, fuera el propósito inicial: marchar hacia el palacio de Miraflores, la sede de la presidencia, que no está lejos. Hubo escarceos en el desolado paisaje suburbano de La Carlota, estelas del humo blanco de los gases lacrimógenos, retos suicidas a los blindados de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), algunos disparos al aire, heridos... Pero seguían sin llegar noticias de otros lugares del país. Ni rastro del movimiento militar del que hablaba Guaidó. Finalmente, ante el riesgo de verse rodeados por la GNB, él y su magro séquito tuvieron que abandonar a toda prisa la base militar. Pronunciaron un mitin en la calle, punteado siniestramente por el intercambio de disparos, y luego desaparecieron.
Quizá los próximos días desmientan esta impresión de fracaso, pero, de momento, el episodio de ayer parece otro acto de sacrificio propiciatorio, un nuevo gesto desesperado de Guaidó, un hombre a quien no se le puede negar el coraje, pero que sigue sin encontrar una brecha en el muro de las Fuerzas Armadas. Porque el hecho es incontestable: no es que el Ejército sea un pilar del régimen, sino que el Ejército es el régimen. El chavismo no nació en las calles ni en la acción política en los barrios, lo creó Chávez cuando era oficial de planta en la Academia Militar, en la década de 1980. Es allí donde fue reclutando a un grupo selecto de oficiales para la conspiración que culminó en su fallido golpe de Estado de 1992, pero a los que luego, cuando llegó al poder seis años después, volvió a colocar en las listas del partido, al frente de ayuntamientos, gobernaciones y empresas públicas. Es verdad que hay descontento entre los uniformados: en el último año han sido detenidos en torno a doscientos oficiales, entre ellos generales y almirantes, sospechosos de deslealtad a Maduro, y quizá son miles los soldados que han desertado y huido a Colombia en espera el momento de regresar. Pero se trata de una deserción desordenada, individual, ineficaz.
Se dijo que uno de esos militares desilusionados, el general José Adelino Ornella, era quien dirigía ayer el intento de golpe en La Carlota. Si hubiese sido así, habría resultado muy simbólico, porque el general Ornella fue el hombre que vio morir a Chávez y recogió sus últimas palabras. Y fue Ornella, precisamente, quien, en aquel lejano golpe de Estado chavista de 1992, dirigió la toma de esta misma base aérea de La Carlota. Pero al final incluso su presencia resulto ser un espejismo. Uno más en un día lleno de ellos.