El espectador que aquella noche se subió al escenario donde reinaba el hipnotizador de nombre artístico Míster Agramelio pudo comprobar que, por un feliz capricho de la genética, que ya lo proveía de la herramienta precisa para desarrollar su futura actividad, el maestro no gastaba en sus ojos pupilas ni iris al uso, sino un par de dobles espirales que destacaban sobremanera en medio de la blanquísima esclerótica, las cuales hacía girar de izquierda a derecha como dos brocas que horadaban inmisericordes la voluntad del sujeto acomodándolo plácidamente en brazos de Morfeo para luego plegarlo a sus deseos y mejor entretener a la abarrotada sala de variedades. Al individuo en cuestión le indujo el convencimiento de que era un perro, y el buen caballero dio en proferir ladridos con una correctísima pronunciación, como un nativo de la nación canina, y en caminar a cuatro patas y sacar la lengua al tiempo que dejaba oír su respiración agitada. Los vítores del público no se hicieron esperar, pero el problema surgió cuando el tipo no despertaba de su condición perruna. Tal era la asimilación de su nueva naturaleza que fue requerida la presencia de un veterinario. Los familiares del hombre, viendo que se quedaría de can para los restos y por ayudarle a buscar un oficio, intentaron dilucidar a qué raza de perro pertenecía. Probó de perro pastor, de perro guardián… Al final determinaron que se trataba de un galgo de carreras y, andando el tiempo, Míster Agramelio se arruinaría apostando por él a ganador. Pero esta ya es otra historia, y no nos llegaría el sitio para contarla.
Por quitarse el mal sabor de boca, Míster Agramelio invitó a subir a su segundo voluntario, un joven a quien persuadió de que era una gallina. La verdad es que el tío cacareaba mal, con un fuerte acento humano, y sus movimientos no recordaban ni de lejos al del ave corralera. Cuando más ostentóreos eran los abucheos y pataletas del respetable hacia el hipnotizador, hete aquí que el fulano puso un huevo, del que nació un pollito que con el correr de los meses se convertiría en un gallo de pelea, compitiendo, naturalmente, en la categoría de los pesos gallo. Una vez retirado, se empleó de despertador en una granja, resultando que cantaba a horas dispares y ganándose fama de veleta, con lo que lo usaron de ídem en la cúspide de un tejado en un lugar muy lejano, tan remoto que hasta allí todavía no ha llegado el viento. Pero esta ya es otra historia, y no nos llegaría el sitio para contarla.