De repente, como si fuese una consigna, todos los medios de comunicación se pusieron a explicar cómo actúan y cuántos son -empezamos el miércoles con 400 y ayer ya eran 4.500- los radicales organizados que asolan Barcelona, como si con esos datos pudiesen explicar lo que ocurre en Cataluña. Quieren dar la impresión de que la ola independentista -masiva, pacífica, intergeneracional y dialogante- es una cosa, mientras la algarada -minoritaria, juvenil, multinacional y antisistema- juega una liga distinta. Y en muchos de estos análisis subyace la pueril conclusión de que, si desterrásemos este grupúsculo, podría -con perdón de la inteligencia- «volver la política», y que una charla entre Torra y Sánchez, que forjaron su amistad en la moción Frankenstein y en el aquelarre de Pedralbes, podría cambiar la historia.
Podría ser así -y ¡ojalá lo fuese!-, pero no lo es. Los radicales, si fuesen solos, les durarían media hora a los Mossos d’Esquadra. El problema es que los profesionales del desorden nunca actúan solos, y que solo son el fermento de una enorme masa que -con independencia de los tipos de pan que haga- siempre está dispuesta a servir al objetivo que la concentra, que en este caso es, por si alguien lo ha olvidado, una secesión unilateral de Cataluña, hecha contra la ley y contra los principios históricos y constitucionales del país, y urdida y alentada desde las instituciones presididas por el representante del Estado en Cataluña.
El problema es este, y no los radicales. Y desviar el foco de él, para no poner manos a la obra, es de imbéciles, porque, como recordaban lo revolucionarios del mayo del 68, «cuando el dedo señala la luna, los imbéciles miran el dedo». Cataluña está culminando un largo proceso de desafección masiva, urdido y dirigido desde el poder del Estado, instrumentado desde las escuelas y los medios públicos de comunicación, y convalidado por una cadena de cesiones que, en forma de discriminación positiva, tolerancia absoluta, retirada irracional del Estado, y análisis engolado de esa idiotez llamada «el encaje de Cataluña», convenció a millones de catalanes de que ya viven en nuestro extranjero, y de que están oprimidos por un Estado con olor a ajo, ayuno de libertades y sustentado por gente que vive, de la sopa boba, en las colonias de Castilla.
Ni siquiera esto sería grave si los catalanes no votasen este desorden, de forma masiva, para mantener al timón de su nave a gamberros institucionalizados que, con capacidad suficiente para incidir sustancialmente en la política española, acomplejan a los políticos, legisladores, jueces y fiscales que, siendo tan rigurosos con las alcaldadas y los maltratos psicológicos, se arrugan como las pasas cuando una comunidad entera se propone hundir el orden constitucional. Por más vueltas que le demos, este problema no tendrá solución si el germen y raíz de todo el conflicto, que es la Generalitat, sigue impune. Y clama al cielo que, «mientras el dedo señala la luna», los españoles solamente veamos el dedo.