Cuando en el 2008 saludamos la creación de un Ministerio de Ciencia e Innovación -donde se integraban la mayor parte de organismos ejecutores de investigación, las universidades y los entes financiadores, como plan nacional y CDTI-, lo hacíamos desde el supuesto de la culminación institucional de una política decidida para la I+D. Sin embargo, en menos de un año el presidente Zapatero, tras anunciar el paso de Universidades desde el Ministerio de Ciencia e Innovación al de Educación, admitió que tal paso «se puede considerar una rectificación» del modelo. «El Proceso de Bolonia exige explicación y diálogo en los ámbitos universitarios». La segregación de ahora, tras el primer Gobierno de Pedro Sánchez, responde a otros motivos. Pero ambos casos tienen en común que un Ministerio de Ciencia y Universidades ha sido efímero y otros intereses, aunque no los mismos, hayan dado al traste con tal organización.
En el 2009 mantuvimos que la creación de un ministerio era la oportunidad para articular una estrategia de desarrollo científico y tecnológico. Apenas seis meses después de creado, dos hechos resultaron inquietantes: el real o aparente desgaste político asociado al plan Bolonia de las universidades; y los enfoques de desarrollo político y de gestión del propio ministerio, que culminaron en el 2010 con los brutales recortes y otras malas decisiones asociadas.
Por entonces la asociación sin ánimo de lucro de los rectores españoles, CRUE, propugnaba, y logró, la segregación de Universidades. Sorprende ahora que esta misma organización, la CRUE, propugne exactamente lo contrario: «Es imprescindible que la gestión del llamado triángulo del conocimiento (investigación-innovación-educación) quede reforzada en el nuevo Gobierno en un único ministerio». O «sin ciencia e innovación no hay universidad, y sin universidad no hay ciencia e innovación».
No sorprende que otras asociaciones científicas se posicionen en contra de la segregación actual, igual que hicieron entonces. Como no suena a boutade, para quienes conocen sus posiciones sobre política universitaria, que el nuevo ministro de Universidades, Manuel Castells, sostenga que él tampoco está de acuerdo con la segregación. Al igual que no sorprende que los rectores gallegos, tres, coincidan en que quizá la segregación en dos ministerios no sea el problema principal de la universidad, y sí otros que deben de ser abordados con urgencia y más allá del ministerio. Por ello la existencia de dos ministerios, sin ser buena noticia, con dos personas al frente de edades y trayectorias profesionales bien diferentes, pero de singular relieve desde la perspectiva tradicional de universidades e investigación, quizá sea una oportunidad para abrir un debate y resolver los graves problemas aplazados, bien por intereses corporativos, bien por decisiones de fuerte anclaje administrativo, que no se compadecen con las exigencias de una adecuada gestión de la ciencia y la tecnología.