El milagro de las abejas

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

09 feb 2020 . Actualizado a las 13:20 h.

A finales del siglo pasado se puso de moda cuidar abejas en París. Se las invitó a instalarse en los tejados de zinc de la ciudad: en los de la Comédie-Française, en el cuartel general de la Coca-Cola, en el Musée d’Orsay, en Los Inválidos, en el Palacio de la Moneda, en el Louis Vuitton que hay en los Campos Elíseos… En realidad, París era ya la ciudad de la abeja, porque Napoleón estaba obsesionado con este símbolo -en el famoso cuadro de su coronación pintado por David se puede ver que lleva cosidas abejas de oro en el manto-. El corso las hizo poner por todas partes, del papel pintado a los respaldos de las sillas. Pero incluso antes de él había abejas esculpidas en la fachada del Louvre. Así que las abejas debieron sentirse bien recibidas. Solo en los tejados de la Ópera de París viven cerca de medio millón y se calcula que la ciudad contiene un millar de colmenas que, si no me equivoco en el cálculo, producirán unas cuatrocientas toneladas de miel al año.

Ha habido algún incidente, como cuando hubo que evacuar las abejas de un restaurante cuando empezaron a presentarse al postre; pero por lo general la variedad de la abeja parisina es tranquila, porque es la del Hermano Adam, seleccionada hace cien años por un monje benedictino a partir de los especímenes más dóciles de su monasterio. Trabaja más que sus congéneres del campo, porque el calor de las calles le hace creer que el verano se prolonga. Y su miel es especialmente sabrosa -yo la he probado, sabe a cereza-. La razón es que las abejas recogen polen de los jardines y los cementerios de París, donde la historia colonial y el amor de los franceses por la botánica han ido concentrando toda clase de flores exóticas.

Hace siete años también se instalaron tres colmenas en la catedral de Notre Dame, en el tejado de la sacristía, que, como está al sur, es el que calienta más el sol. Allí las sorprendió el incendio del año pasado. Se dio por hecho que las abejas se habrían quemado. Sin embargo, para sorpresa de todos, una fotografía satélite reveló que las colmenas seguían allí. La policía no dejaba entrar a los apicultores, pero en las imágenes de televisión detectaron unos puntos que volaban y, estudiando el lenguaje de sus movimientos, determinaron que hacían la danza del polen, lo que quería decir que las reinas seguían vivas. Se habló entonces del «milagro de las abejas». En otros tiempos habría nacido la leyenda de que su picadura daría suerte y su miel curaría las enfermedades.

Estos días, los apicultores han podido acceder finalmente al tejado de la sacristía y han empezado a reparar el lugar. Mis conocimientos de apicultura son insignificantes, y con toda seguridad desfasados, vienen de lo que traducíamos de las Geórgicas de Virgilio en la clase de latín de Don Amable Veiga: Protinus aerii mellis caelestia dona exsequar… Pero supongo que, tan pronto llegue la primavera, las abejas de Notre Dame irán a merodear los jardines de las Tullerías o los de Luxemburgo, donde hay 379 variedades de manzano y 247 de peral. O irán al norte, al cementerio de Montmartre -donde está enterrada Marie Duplessis, la Dama de las Camelias-; o al sur, al de Montparnasse; o al cementerio de Passy, al oeste; o al este, al Père-Lachaise, donde descansan Chopin y Jim Morrison, Camus y Molière. Irán allí las abejas a libar las flores que dejan en las tumbas los seres queridos de los miles de difuntos de la ciudad, para decir que recuerdan. Con eso es con lo que se hace la miel de París.