Un artículo de Ignacio Aréchaga acaba de recordarme la historia del belga Frank van den Bleeken, condenado a cadena perpetua por violador en serie y asesino. Cuando llevaba treinta años cumplidos, pidió la eutanasia, porque pensaba que sus impulsos eran irrefrenables y porque padecía una enfermedad sin cura que, a tenor de la ley belga del 2002, permitía que se le aplicara. La Comisión Federal de Eutanasia aprobó su propuesta. Pero no han llegado a ejecutarla, porque el país desterró la pena de muerte en 1996, aunque el último caso se remontaba a 1950. Tiene su aquel que la dignidad humana objetiva que se reconoce al rechazar la pena de muerte -por muy indigno que resulte el sujeto- no se reconozca a la hora de la eutanasia más que a los presos. Frank van den Bleeken fue internado en un psiquiátrico penitenciario y sigue vivo, con atención médica especializada. Pero cerca de mil quinientos belgas van a la muerte año tras año, algunos en medio de verdaderos escándalos.
Nadamos en la pura contradicción. De tanto llamar valientes a los que piden la eutanasia pese a que huyen de la vida, quienes se atreven con el sufrimiento y las dificultades -los verdaderos valientes, que son muchísimos más- pueden creerse cobardes o considerarse cargas, estorbos, seres indignos, cosificados, valorados solo por lo que cuestan y lo que producen.
En este país padecemos una plaga silenciosa de suicidios. Conozco muchísimos médicos que trabajan con enfermos terminales y a ninguno de ellos le pidieron nunca la eutanasia. Y a la vez reconocen que nuestro sistema de cuidados paliativos podría mejorar mucho, por decirlo de forma amable. Menudo infierno nos espera si queremos vivir.
@pacosanchez