En el 2009 la ONU proclamó el 22 de abril como Día Internacional de la Madre Tierra. En plena pandemia por el COVID-19 esta celebración cobra más sentido que nunca. Estamos hasta las narices del confinamiento y queremos volver a la normalidad ya. Pero no olvidemos que esa normalidad incluía el cambio climático, los nacionalismos, el contraste brutal de pobres y ricos, los retos de la inteligencia artificial, numerosas guerras con miles de muertos y la carrera armamentística.
Todo esto pone en peligro nuestra supervivencia en una civilización decente, tanto o más que el coronavirus. Esa normalidad era el problema, es el problema. Necesitamos dar un giro a nuestra vida.
Nuestra prioridad inmediata es evitar la propagación del COVID-19, encontrar un tratamiento y una vacuna para esta enfermedad, claro que sí. Pero, al mismo tiempo, resulta de vital importancia aprender las lecciones de esta crisis: nadie se salva solo, somos frágiles y vulnerables, todo está interconectado. No vaya a ser que la única lección que saquemos sea que no aprendemos las lecciones de la Historia. No podemos cerrar en falso la crisis sanitaria; y hemos de estar muy atentos a cómo resolvemos la brutal crisis económica que se nos viene encima: las prisas siempre fueron malas consejeras.
Más que nunca necesitamos ese cambio hacia una economía sostenible del que tanto llevamos hablado y escrito, que funcione tanto para las personas como para el planeta. «Madre Tierra» es una expresión común en muchos países y regiones. Incluso el papa Francisco la asumió en el reciente sínodo sobre la Amazonia, para escándalo de los pocos integristas católicos que quedan. Evidencia la interdependencia existente entre los seres humanos, las demás especies vivas y el planeta que todos juntos habitamos. Apela al respeto, a la humildad y a la armonía entre unos y otros.
La Tierra es nuestro hogar, nuestra madre: claramente nos pide que actuemos. Es la hora de un humanismo cósmico: el humanismo de la compasión.