Quijote y califa rojo de los de mirada adusta y «programa, programa, programa» en boca, Julio Anguita fue un político poco corriente . Podría merecer ese calificativo por las virtudes y rasgos característicos que, a su muerte, han glosado tanto «camaradas» como rivales, como la integridad, la coherencia o el compromiso. Pero no es así. Lo que hizo su figura excepcional fue una paradoja, de las que se dan pocas veces. Sobrevivió a su tiempo pese a haber fracasado a la hora de conseguir su gran sueño: que IU reemplazara en los 90 al declinante PSOE como fuerza hegemónica de la izquierda.
Anguita fue un hombre de dogmas. De palabra contundente y memorable, de las que dejan huella. Y de hierro. De los que se quiebran, pero no se doblan. Laminó a los disidentes (le llamaron estalinista) y cerró filas. Ortodoxo en lo ideológico, heterodoxo en la estrategia, se estrelló contra el bipartidismo. Aquella arriesgada maniobra envolvente a los socialistas, la famosa pinza con Aznar, solo benefició a corto plazo al PP.
Anguita dejó la política con orejas gachas, discreción y dignidad. Sus sucesores empeoraron sus resultados, pero él no volvió a la primera línea. Sí lo hizo como icono de los movimientos de izquierda surgidos del 15M. Volvió a subir a las tribunas. Y un nuevo líder, de brillante dialéctica y poco amigo de las discrepancias, Pablo Iglesias, reclamó para sí su legado y retomó aquel viejo plan de desguazar al gran rival, el PSOE. Y pasó lo que pasó, lo mismo que cuando Napoleón invadió Rusia. Un desastre.
El líder de Podemos obtuvo el mismo resultado que el antiguo coordinador de IU, pero no afrontó igual las consecuencias. Solo el maestro supo resistir el embrujo del poder. ¿Y el discípulo? No supo o no quiso aprender aquella lección.