Covid: la doble muerte de los muertos

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Moncloa

17 may 2020 . Actualizado a las 11:20 h.

Siendo una gran verdad, como dejó escrito Víctor Hugo, que «no ven aquellos que no lloran», resulta más fácil de entender la, de otro modo increíble, contumaz resistencia del Gobierno a aceptar cualquier manifestación pública e institucional de solidaridad activa del país en su conjunto con el dolor que han sufrido en privado, y en unos sepelios casi clandestinos, los familiares y los amigos de las 26.563 personas que, según datos del Ministerio de Sanidad, habían fallecido hasta ayer como consecuencia de la epidemia del coronavirus.

Y es que el objetivo, entre otros no gestos, de la radical negativa del Gobierno a colocar las banderas a media asta en todos los edificios oficiales (con críticas incluidas a las instituciones no gobernadas por el PSOE que sí lo han hecho) o de la terca negativa del presidente Sánchez a ponerse un corbata negra en señal de duelo (como sí lo han hecho, entre otros muchos, Feijoo o Casado en España pero también Emmanuel Macron en Francia o Antonio Costa en Portugal) no es otro que el de tratar de escamotear a toda España la dimensión colectiva de los sufrimientos individuales que se esconden detrás de unos números (los de infectados y fallecidos) que se han convertido ya en una rutina más de la vida cotidiana postpandemia, de esa nueva normalidad del Gobierno que se va abriendo paso poco a poco.

Y no se trata, como muy bien subrayó hace poco en estas páginas el psiquiatra Luis Ferrer, de recrearnos en lo morboso o en lo malsano, sino de algo muy distinto. De que «la vida de los muertos está en la memoria de los vivos. Para eso, para no olvidarlos, existen los símbolos, las banderas a media asta, los crespones negros, los minutos de silencio, las estatuas, los memoriales… Una de los aspectos más insólitos y siniestros de esta pandemia es la de ser una calamidad sin muertos ni memoria; salvo la ceremonia de cierre de los tanatorios improvisados en el palacio de hielo y la ciudad de la justicia de Madrid con la ministra de Defensa al frente, solo algunas autoridades han desafiado el silencio del olvido y el cobarde velo de la verdad».

Una calamidad sin muertos, en efecto: ese ha sido el resultado final de una política que, en medio de la hueca palabrería gubernamental, ha hecho todo lo posible por reducir los resultados de la pandemia a la mera suma de tragedias familiares, obviando así lo que el covid-19 ha sido en realidad: un inmensa tragedia colectiva. Y no una tragedia cualquiera sino la mayor desde la recuperación de la democracia en España, cuyo Gobierno ni ha sabido ni querido estar a la altura del respaldo institucional que las terribles circunstancias exigían.

De hecho, solo cuando Sánchez se ha visto apurado por su soledad en el Congreso, en la votación de la cuarta prórroga del estado de alarma, ha aceptado que declarará más adelante el luto oficial (¡a buenas horas, mangas verdes!) y organizará un funeral de Estado, cuyos ecos, por supuesto, desaparecerán en menos tiempo del que dure la tardía ceremonia.