La reciente película Mientras dure la guerra, de Amenábar, nos ha recordado que la historia ha sido justamente inclemente con Millán Astray y su «¡muera la inteligencia!». Pero Unamuno, vencedor intelectual del debate en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, también será siempre rememorado por su no menos desatinado «¡que inventen ellos!». Tan obcecado estaba Unamuno con que nuestro único don era literario que llegó a escribir que «la ciencia quita sabiduría a los hombres y los suele convertir en unos fantasmas cargados de conocimientos».
El fantasma de Unamuno habrá vuelto a sonreír últimamente, complacido por el Proyecto de Modificación de la Ley de Educación (Lomloe) que el Gobierno ha comenzado a tramitar en el Congreso y que hace desaparecer la asignatura de matemáticas de la troncalidad del bachillerato, incluso para los alumnos que cursan Ciencias y Tecnología. Ante las críticas recibidas de diferentes colectivos, el Gobierno ha apuntado que la concreción del estudio de conocimientos como las matemáticas se relega a los reales decretos, pero ello soslaya el hecho de que otras materias como la filosofía, la historia de la filosofía, el castellano, la lengua extranjera y la cooficial sí se establecen por ley como obligatorias para todas las modalidades de bachillerato. Y ello es toda una declaración de principios: «¡Que mueran las matemáticas!»
Produce una enorme desazón que el Gobierno -donde por otra parte encontrar un ministro de ciencias es tan difícil como hallar otro planeta habitable en el universo- tenga en tan baja consideración las matemáticas y, por extensión, las ciencias, máxime en estos tiempos en que ambas han demostrado tener las llaves para combatir el covid-19. Por señalar un par de ejemplos, las técnicas computacionales, fuertemente arraigadas en las matemáticas, están siendo un apoyo esencial en el diseño de vacunas. Y la modelización matemática ha permitido desarrollar herramientas para predecir la evolución temporal de la pandemia, en algunos casos con gran éxito, a pesar de la parquedad e irregularidad de los datos proporcionados por las administraciones.
Hablando del covid-19, permítanme que me ponga un poco pasional con mi propia disciplina: la ingeniería de telecomunicación. Nadie es ajeno a la elasticidad con que las redes de telecomunicación respondieron en estos tiempos en que la gente hubo de permanecer en sus casas teletrabajando, recibiendo formación online o disfrutando de las múltiples opciones de ocio telemático. Los sistemas de telecomunicaciones fueron capaces de absorber picos de aumento de tráfico de datos cercanos al 90 %, desafío que se puede calibrar imaginando el colapso en la AP-9 si se doblase el número de vehículos en hora punta. Y esto no hubiese sido posible sin las matemáticas, que nos han dado el marco formal y mental con el que hemos podido sacar provecho de las ondas electromagnéticas, manipular las señales para combatir el ruido y la distorsión, o diseñar algoritmos para comprimir el vídeo podando estadísticamente toda redundancia.
Decía Unamuno que «la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó». Es verdad, pero de otras luces -políticas- se trata: degradando las matemáticas nos empobrecemos como sociedad, dejamos que invente Google y nos encomendamos a los turistas. Aunque ya no haya turistas.