Curiosa polisemia de la palabra rescate. Para los marineros tiene una acepción salvadora: significa que cuentan con un servicio de salvamento si el barco naufraga. Para los políticos, dependiendo de si ocupan el poder o militan en la oposición, es palabra tabú o arma arrojadiza. Los gobiernos tienen proscrito su uso. Cuando el país se halla con el agua al cuello, prometen sacarlo a flote con sus propias fuerzas, o apelan a la solidaridad comunitaria, o sostienen que las ayudas benefician tanto al náufrago como al socorrista. La oposición, por el contrario, la utiliza como látigo para zaherir al gobierno de turno. Por eso ve rescates incluso debajo de las piedras. El préstamo obtenido por Rajoy para apuntalar la banca era, para la oposición, un «rescate financiero». El fondo de recuperación económica es, para Pablo Casado, «un rescate en toda regla». Positivo, pero con la marca del diablo: un rescate.
¿Cuándo se emborronó el prestigio de la palabra rescate? No hay duda. El estigma nació en la pasada crisis financiera. La receta prescribía entonces préstamos a cambio de ajustes draconianos del gasto público, recortes salariales y subida de impuestos. En la Europa escindida entre países acreedores y deudores, estos últimos pagaron en tiras de carne su propio rescate. Los sacaron del agua agarrados por el pescuezo hasta la asfixia. El rescate, desde entonces, ha quedado demonizado. Va unido a vocablos de triste recuerdo: troika, hombres de negro, Grecia, pagos a cuentagotas, primas de riesgo disparadas...
Si aquello era un rescate, lo de ahora es su antónimo. Europa ha tomado el camino opuesto. Del «apriétense el cinturón», que entonces exigía Bruselas y repetían sin rechistar en Madrid, al «¡gasten!», defendido por el FMI, destacado ex miembro de la troika. Aprendida la lección, la UE ha decidido movilizar la friolera de 1,29 billones de euros para afrontar la catástrofe de la pandemia. Primero, ya en abril, activó tres redes de seguridad, tejidas con 540.000 millones de euros: el MEDE para gasto sanitario, el SURE para financiar los ERTE y el BEI para facilitar préstamos blandos a las pymes. Y segundo, ya en julio, el Consejo Europeo aprobó el plan de recuperación, con una dotación de 750.000 millones de euros, 390.000 de ellos en ayudas a fondo perdido. Si esto es un rescate, ¡bendito rescate!
Pero las palabras importan. Tanto que el propio Gobierno duda entre acudir al MEDE o endeudarse en el mercado para financiar el gasto sanitario. Tiene dos opciones: emitir deuda a coste razonable, porque el BCE mantiene controladas las primas de riesgo, o recibir 24.000 millones del MEDE y ahorrarse 1.300 millones en intereses. Nadie, en su sano juicio, desaprovecharía la ganga. ¿Por qué la duda, entonces? Simplemente, por el qué dirán. Lo que dirán Casado y demás apocalípticos. Porque resulta que el MEDE no es otra cosa, para los profanos en sopas de siglas, que el fondo de rescate de infausta fama. Y aunque esta vez no trae aparejadas condiciones ni troikas, en su frontispicio sigue figurando la palabra maldita: rescate.