Cuando Orson Welles rodó la película Ciudadano Kane, estrenada en 1941, tuvo un referente real: el multimillonario editor William Randolph Hearst, por entonces casi todopoderoso señor de los grandes medios de comunicación de Estados Unidos. Hoy estamos ante un presidente derrotado, Donald Trump, que tiene notables parecidos con Hearst, pero que llegó más alto que él, al conseguir la presidencia de EE.UU. y ejercer su poder bajo el lema que muchos le han atribuido: «Atacar y no disculparse nunca». Así lo ha venido haciendo, con férrea disciplina, convencido de que, de esta forma, sería respaldado por la mayoría de los norteamericanos.
Pero, pasado este primer mandato, Trump ha contemplado con asombro -aunque le cueste aceptarlo- que un ser humano normal, Joe Biden, quien de niño peleó contra su propia tartamudez hasta vencerla -«ante la tartamudez, perseverancia», decía-, lo haya derrotado. Un Biden con una carrera política llena de aciertos y también de sabias rectificaciones, que alcanzó la vicepresidencia de EE.UU. con Barack Obama, y que ahora ha logrado una victoria incuestionable que lo lleva a la Casa Blanca… Aunque Trump aún parezca dispuesto a redoblar sus ataques y judicializarlo todo, en provecho propio. Porque, si hay algo cierto, es que el hombre que ha ocupado la Casa Blanca no sabe rendirse. No es lo suyo. No lo ha sido nunca. Y le costará mucho aprender.
La realidad es que ninguno de los dos puede cambiar. Trump no quiere dejar de ser el líder arrollador que es, y Biden tampoco dejará de ser el demócrata perseverante y tozudo (kennediano, para más señas) que sabe escuchar los latidos de su pueblo. Ahí están los dos, frente a frente, ante un recuento de votos que ha causado escalofríos por su rudimentaria lentitud y por la propia incertidumbre que genera la actitud de Trump, que rechaza lo que él llama «noticias falsas» y amenaza con judicializar todo el proceso electoral.
Sin embargo, Trump ya empieza a ver el verdadero rostro de la realidad que lo rodea (la victoria de Biden), aunque, fiel a su estilo, intentará judicializarlo todo. Para lograr, ¿qué? Ni él lo sabe. Porque lo irrenunciable ya no es la victoria, sino la batalla.